Y desaparece velozmente, como esos etíopes carceleros de princesas en los castillos encantados. Yo, espoleado por la curiosidad, salgo tras él. Heme en el puente que ilumina la plácida claridad del plenilunio. Un negro colosal, con el traje de tela chorreando agua, se sacude como un gorila, en medio del corro que a su rededor han formado los pasajeros, y sonríe mostrando sus blancos dientes de animal familiar. A pocos pasos dos marineros encorvados sobre la borda de estribor halan un tiburón medio degollado, que se balancea fuera del agua al costado de la fragata. Mas he ahí que de pronto rompe el cable, y el tiburón desaparece en medio de un remolino de espumas. El negrazo musita apretando los labios elefancíacos…
(…)
El negro pareció dudar. Asomóse al barandal de estribor y observó un instante el fondo del mar, donde temblaban amortiguadas las estrellas. Veíanse cruzar argentados y fantásticos peces que dejaban tras si estela de fosforescentes chispas y desaparecían confundidos con los rieles de la luna. En la zona de sombra que sobre el azul de las olas proyectaba el costado de la fragata, esbozábase la informe mancha de una cuadrilla de tiburones. El marinero se apartó reflexionando. Todavía volvióse una o dos veces a mirar las dormidas olas, como penetrado de la queja que lanzaban en el silencio de la noche.
Ed. Espasa Libros (Colección Austral)
Fot. del autor, anónima