lunes, 18 de diciembre de 2017

Esperando a los bárbaros


Y no solo eso; hubo momentos perturbadores en los que, en medio del acto sexual, notaba que me extraviaba como un narrador que pierde el hilo de su historia. Con un estremecimiento pensaba en las figuras grotescas de esos hombres viejos y obesos cuyos corazones gastados dejan de latir, muriendo en los brazos de sus amantes con una disculpa en los labios, y a los que hay que sacar y abandonar en un oscuro callejón para salvar la reputación del establecimiento. Incluso el clímax del acto se volvió remoto, débil, algo extraño. Algunas veces lo interrumpía, otras continuaba mecánicamente hasta el final. Durante semanas y meses mantuve el celibato. La calidez y la belleza de los cuerpos femeninos seguían sugiriéndome el antiguo placer, pero algo nuevo me desconcertaba. ¿Era penetrar y poseer a esas bellas criaturas lo que realmente quería? El deseo parecía acarrear consigo una sensación mágica de distancia y separación que era inútil negar. Tampoco comprendía siempre por qué una parte de mi cuerpo, con sus anhelos irracionales y falsas promesas, tenía que ocupar un lugar preferente sobre las otras para canalizar mi deseo. A veces mi sexo me parecía un ser completamente diferente, un animal estúpido viviendo en mí como un parásito, creciendo y menguando según apetitos propios, anclado en mi carne con garfios que no podía retirar. <¿Por qué tengo que llevarte de una mujer a otra? –me preguntaba-. ¿Solo porque naciste sin piernas? ¿Acaso no te daría lo mismo estar enraizado en un gato o un perro en vez de en mí?>.

J.M. Coetzee
Esperando a los bárbaros
Ed. Debolsillo, 2013
Trad. Luis Martínez Victorio

Fot. Yoshiyuki Iwase

Leyendo


Ishikawa Toraji 石川 寅治 (1875-1964)

Las siete edades


En mi primer sueño el mundo parecía
lo salado, lo amargo, lo prohibido, lo dulce.
En mi segundo sueño descendía,
era humana, no veía nada de nada
bestia como soy
debía tocarlo, contenerlo,
me escondí en la arboleda, 
trabajé en los campos hasta que quedaron yermos
-un tiempo 
que nunca volverá-
el trigo seco en gravillas, cajones
de higos y aceitunas.

Hasta amé alguna vez, a mi manera
repugnante, humana
y como todo el mundo llamé a ese logro
libertad erótica,
por absurdo que parezca.

El trigo cosechado, almacenado; seca
la última fruta: el tiempo
que se acumula, sin usar, 
¿también termina?

Las siete edades
Versión Mira Rosenberg.
Edit. Pre-Textos