De vez en cuando, en el vagón, Natasha, la hija del viejo doctor Karasik, detenido y ejecutado en 1937, se ponía a cantar. A veces incluso cantaba por la noche, lo que no causaba enfado en la gente del vagón.
Era tímida, hablaba siempre con una voz apenas audible, mantenía la mirada baja, sólo visitaba a sus parientes más cercanos y se sorprendía de la audacia de las jóvenes que bailaban en las fiestas.
En el proceso de selección de personas sujetas a aniquilación no fue incluida en el grupo de artesanos y médicos cuya útil vida se conservaría: a nadie le interesaba la vida de una señorita marchita de pelo ya canoso.
Un guardia la empujó hacia la colina polvorienta donde estaba el mercado. Se encontró ante tres hombres borrachos; a uno de ellos, ahora jefe de policía, lo conocía de antes de la guerra, cuando trabajaba como administrador en el almacén del ferrocarril. Ni siquiera comprendió que aquellos tres hombres eran árbitros de la vida y de la muerte. Un policía la empujó hacia una muchedumbre clamorosa de niños, mujeres y hombres, los considerados inútiles.
Luego caminaron hacia el aeródromo, bajo aquella canícula que sería la última para ellos. Dejaban atrás manzanos polvorientos al borde del camino; lanzaban por última vez gritos penetrantes, rasgándose la ropa, rezaban. Natasha caminaba en silencio.
Nunca había pensado que la sangre pudiera ser de un rojo tan vivo bajo el sol. Cuando los gritos, los disparos, los ronquidos cesaron por un instante, se oyó el susurro de la sangre en la fosa: corría sobre los cuerpos blancos como sobre piedras blancas.
Después vino un momento menos terrible: el crepitar de la ametralladora y la cara del verdugo fatigada por el trabajo, sencilla y bonachona, aguardando paciente a que ella se acercara y se colocara en el borde de la fosa susurrante.
Cuando llegó la noche, escurrió la camisa mojada y volvió a la ciudad. Los muertos no salían de la tumba por tanto ella estaba viva. Y mientras, a través de los patios, Natasha se dirigía al gueto, vio que en la plaza había un baile popular. Una orquesta compuesta por instrumentos de viento y cuerda tocaba la melodía triste y melancólica de un vals que siempre le había gustado, y a la luz opaca de la luna y los faroles, las parejas -chicas y soldados- giraban por la plaza polvorienta, y su pisoteo se mezclaba con la música. En ese instante aquella señorita marchita se sintió feliz y a salvo; y, desde entonces, cantaba con el presentimiento de una felicidad futura y, a veces, si nadie la veía, incluso trataba de bailar el vals.
Vasili Grossman
Vida y destino
Ed. Galaxia Gutenberg, 2007
Trad: Marta Debón