Aunque el discurso amoroso no sea más que un polvo de figuras que se agitan según un orden imprevisible a la manera de las trayectorias de una mosca en una habitación, puedo asignar al amor, al menos retrospectivamente, imaginariamente, un devenir regulado: es por ese fantasma histórico que a veces hago de él: una aventura.
La jornada amorosa parece entonces seguir tres etapas (o tres actos): está en primer lugar, instantánea, la captura (soy raptado por una imagen); viene entonces una serie de encuentros (citas, conversaciones telefónicas, cartas, pequeños viajes), en el curso de los cuales "exploro" con embriaguez la perfección del ser amado, (Ronsard) es decir, la adecuación inesperada de un objeto a mi deseo: es la dulzura del comienzo, el tiempo propio del idilio. Ese tiempo feliz toma su identidad (su clausura) en el hecho de que precede (al menos en el recuerdo) a la "secuela": "la secuela" es el largo reguero de sufrimientos, heridas, angustias, desamparos, resentimientos, desesperaciones, penurias y trampas de que soy presa, viviendo entonces sin cesar bajo la amenaza de una ruina que asola a la vez al otro, a mí mismo y al encuentro que en un comienzo nos ha descubierto el uno al otro.
Ed: Siglo XXI, 2000