viernes, 22 de diciembre de 2017

La plantita de trébol


La primera mentira que Julio le dijo a Emilia fue que había leído a Marcel Proust. No solía mentir sobre sus lecturas, pero aquella segunda noche, cuando ambos sabían que comenzaban algo, y que ese algo, durara lo que durara, iba a ser importante, aquella noche Julio impostó la voz y fingió intimidad, y dijo que sí, que había leído a Proust, a los diecisiete años, un verano, en Quintero. Por entonces ya nadie veraneaba en Quintero, ni siquiera los padres de Julio, que se habían conocido en la playa de El Durazno, iban a Quintero, un balneario bello pero ahora invadido por el lumpen, donde Julio, a los diecisiete, se consiguió la casa de sus abuelos para encerrarse a leer "En busca del tiempo perdido". Era mentira, desde luego: había ido a Quintero aquel verano, y había leído mucho, pero a Jack Kerouac, a Heinrich Böll, a Vladimir Nabokov, a Truman Capote y a Enrique Lihn, que no a Marcel Proust.

En la historia de Emilia y Julio, en todo caso, hay más omisiones que mentiras, y menos omisiones que verdades, verdades de esas que se llaman absolutas y que suelen ser incómodas.

La de Emilia y Julio fue una relacion plagada de verdades, de revelaciones íntimas que constituyeron rápidamente una complicidad que ellos quisieron entender como definitiva. Ésta es, entonces, una historia liviana que se pone pesada. Ésta es la historia de dos estudiantes aficionados a la verdad, a dispersar frases que parecen verdaderas, a fumar cigarros eternos, y a encerrarse en la violenta complacencia de los que se creen mejores , más puros que el resto, que ese grupo inmenso y despreciable que se llama el resto.

Rápidamente aprendieron a leer lo mismo, a pensar parecido, y a disimular las diferencias. Muy pronto conformaron una vanidosa intimidad. Al menos por aquel tiempo, Julio y Emilia consiguieron fundirse en una especie de bulto. Fueron, en suma, felices. De eso no cabe duda.

Las rarezas de Julio y Emilia no eran sólo sexuales (que las había), ni emocionales (que abundaban), sino también, por así decirlo, literarias. Una noche especialmente feliz, Julio leyó, a manera de broma, un poema de Rubén Darío que Emilia dramatizó y banalizó hasta que quedó convertido en un verdadero poema sexual, un poema de sexo explícito, con gritos, con orgasmos incluidos.

Un buen o un mal día el azar los condujo a las páginas de la "Antología de la literatura fantástica" de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo. Después de imaginar bóvedas o casas sin puertas, después de inventariar los rasgos de fantasmas innombrables, recalaron en "Tantalia", un breve relato de Macedonio Fernández que los afectó profundamente.

"Tantalia" es la historia de una pareja que decide comprar una plantita de trébol para conservarla como símbolo del amor que los une. Tardíamente se dan cuenta de que si la plantita se muere, con ella también morirá el amor que los une. Y que como el amor que los une es inmenso y por ningún motivo están dispuestos a sacrificarlo, deciden perder la plantita en un trebolar entre una multitud de plantitas idénticas.
Luego viene el desconsuelo, la desgracia de saber que ya nunca podrán encontrarla.

Alejandro Zambra
Bonsái
Ed. Anagrama, 2006

Fot. Boris B Schulz
Tulips

Espejo negro


Veo que está mirando mi espejo negro… Así es, mis ojos se vuelven a él sin quererlo, se sienten atraídos contra mi voluntad. Perteneció -explica Madame- a Gauguin… Éste era su espejo negro. Eran muy comunes entre los artistas del siglo pasado. Van Gogh tenía uno. Renoir también. Los usaban para refrescar su visión. Para renovar su reacción al color, a las variaciones tonales. Después de trabajar durante un tiempo se les fatigaban los ojos, y los descansaban fijándolos en estos espejos negros. Igual que los gastrónomos en un banquete, entre platos complicados, despiertan el paladar con sorbete de limón. Yo me miro a veces cuando he estado mucho tiempo con el sol en los ojos. Calma. Calma, pero también perturba. Cuanto más se mira uno, el negro ya no es más negro, sino que toma un extraño tono azul plata, convirtiéndose en el umbral de visiones extrañas. Igual que Alicia, me siento al borde de un viaje a través del espejo, de un viaje que vacilo en emprender.

Truman Capote
Música para camaleones
Ed. Altaya
Trad: Benito Gómez Ibáñez

Fot. Annie Leibovitz
Natalie Portman, Vanity Fair, May 1999

Bartleby


Bartleby tiene eso de particular: que, para mí, está todo él contenido en este sentimiento turbio -la rareza, el alejamiento, lo irremediable, lo incasable, el vacío, etc.- y que, a mi parecer, es la más perfecta expresión del mismo. Es este sentimiento en estado puro; es decir, con todos los prolongamientos que implica. Está escrito para suscitar ese sentimiento, para expresarlo en tanto que tal sentimiento y no como un fin. Bartleby es, si se quiere, el final de un libro cuyo principio no conoceríamos, cosa que tiene por efecto el conceder a lo irremediable un mayor alcance, una especie de universalidad.
Si yo supiera por qué es bello ese sentimiento, o más bien por qué es rico, y por qué nos parece que se “abre” sobre el mundo, es decir, que va ensanchándose, que ofrece a nuestra sensibilidad todos los prolongamientos deseables, me parece que empezaría a comprender por qué y cómo me gusta Bartleby. Pero evidentemente esto es lo que no comprendo (aún).

Georges Perec
Carta a Denise Getzler