Pocas veces he tratado de cerca a una rusa. Pero una vez, en Moscú, tuve una relación tan íntima que no he llegado a olvidarla. La historia empezó con la llegada de unos turistas argentinos. Regresaban al hotel a medianoche, alborotando delante de la gran puerta de cristal, y bastó que supieran que era español para molerme con sus abrazos. Les advertí que en Rusia no se anduviesen con bromas. No acababa de decirlo cuando apareció una pareja de milicianos. Los gauchos cantaban, bebían de botellines que llevaban en los bolsillos de sus abrigos demasiado delgados, un bailarín arrastraba los pasos de un tango brindándoselo a los rusos. Vino un coche patrulla. Los policías rusos se mantenían a una distancia que me pareció diplomática. Siguieron observando, pero no llegaron a intervenir.
Los argentinos venían a Moscú para un partido de fútbol, y a la mañana siguiente los encontré en el desayuno, perfectamente sobrios y correctos. Me tocó desayunar con un matrimonio joven y con un profesor de Tucumán que sobre la mesa había puesto una cajetilla de tabaco de su país y un ejemplar de La Nación. Fumamos después del café. La lejanía y el comentario de las noticias nos dejaron unidos, y de allí salió la idea de que aquella misma noche nos fuéramos a un restaurante para continuar la amistad. Yo llevaba en la ciudad más días que ellos. Los guías me habían hablado de un lugar donde nunca faltaba el stérliad, una variedad famosa del esturión, de manera que les hablé a los argentinos del stérliad como si a mí me hubieran destetado con ahumados y con caviar.
Fue en la avenida Kalinin. En el guardarropa inmenso parecía que no iba a caber un abrigo más. Pero no dejaba de ser interesante aquella fiesta numerosa donde acabábamos de caer, mientras por fuera de los ventanales caían cortinas de nieve.
No una, sino tres o cuatro fiestas.
Al fondo del salón comía y bebía la gente porque un camarada profesor de Conservatorio había llegado a la jubilación. En otra zona, apenas marcada por unos biombos, se comía y bebía porque a un camarada obrero especializado lo habían condecorado con una medalla. A nosotros nos colocaron casi en una boda rusa, parecía que aquella noche no estaba previsto que llegara nadie a cenar a su aire... Pegando a nosotros teníamos las mesas adornadas y alegres del casorio, con gentes que se conocían y hablaban y bromeaban de mesa a mesa. Si no fuera por esas diferencias ligeras pero inevitables en los trajes, en el corte de pelo, nosotros mismos hubiéramos podido pasar por invitados o parientes, un poco tímidos y lejanos. No nos pusieron el adorno de flores rodeadas de muérdago, que nos hubiera integrado definitivamente. Pero el caviar de esturión y el caviar rojo, los pescados fríos y a la parrilla, el lechón rodeado de rabanitos silvestres y los pasteles que iban llegando a nuestros manteles, todo el menú yo creo que provenía de aquel Caná espléndidamente regado, aunque luego nos lo cobraran en nuestra cuenta...
No se puede vivir una situación así a cara de perro. Nadie sería capaz de comer y beber en un banquete o en sus aledaños sin prestarse a concelebrarlo para los adentras del alma. Yo no sé cómo caí en la ocurrencia de sacar mis sentimientos al exterior. A medida que progresaba la sucesión de los platos, y principalmente de las bebidas, los rusos y las rusas arreciaban en sus brindis sencillos pero que sonaban a sincero y noble.
-Priviet!, Priviet! -se escuchaba a nuestro alrededor como una consigna.
En el local había una temperatura ensoñadora, como de noche de Nochebuena en nuestra casa lejana... Afuera era la estepa y unos grados por debajo de cero y las calles por donde habían transcurrido las comitivas de los zares y las avanzadas de la revolución... De manera que yo copié el brindis sacramental y levanté mi copa (no sé qué número hacía esa copa), en un estado de ánimo que casi me traía lágrimas a los ojos:
-Priviet Priviet!
Me había olvidado para siempre de los argentinos, che. A mí me interesaban los rusos. Yo quería que los rusos y yo y el mundo oriental y el occidental fuésemos felices, me hubiera puesto a besar a todos aquellos hombres y mujeres de aspecto trabajador, generalmente coloradotes... Entonces, con mi copa todavía en alto, me llegó de la mesa de enfrente una simpatía fugaz. Instintivamente supe hacia dónde tenía que mirar. Encontré una sonrisa que ya se estaba cerrando con un gesto temeroso de arrepentimiento, unos ojos que jugaban al código universal de la mujer que quiere y no quiere. Juro que me replegué con prudencia, convencido de que hay en el mundo suficientes mujeres como para no tener que buscar a las que ruedan acompañadas. Esta de ahora estaba visiblemente asociada a un marido de cara sana y honrada (o sea, una cara de marido), y yo siempre he sentido un gran respeto por este tipo de hombres.
Luego, el ambiente siguió cargándose. Mis ideas eran menos claras, pero al mismo tiempo eran más cabezonas. Los gruesos cigarros de Crimea extendían sus velos de paraíso artificial sobre el espíritu de los alcoholes, y yo me sentía ensimismado, pero también exaltado, con el sonar nostálgico de las balalaicas. Porque supongo que serían balalaicas aquellas guitarrillas triangulares que con tan pocas cuerdas nos bañaban en un río de olvidos. Cuando los comensales más folklóricos se habían desfogado con las danzas típicas y la orquesta de señoritas (o de matronas) empezó con los bailes de sociedad, cuando vi que salían al ruedo parejas de chica con chica como en mi pueblo y me aseguré de que era costumbre el cederse la pareja o sacar a la mujer del vecino, todo tan bien intencionado y fraterno, no supe resistir el embrujo lento de los violines y como si llevara a un extraño dentro de mi traje cruzado a rayas me vi marchando hacia la mesa de la desconocida, que acaso había decidido olvidarme...
Todavía tuve un amago de reflexión.
Fue cosa de unos segundos. El pensamiento que me vino fue el de pedir fuego para el cigarro, la más estólida y universal de las aproximaciones. Ahora estaría contándolo con mucha vergüenza. No pedí fuego sino que esbocé un saludo que abarcase a los diez o doce convidados del grupo, que no sé si serían del novio o de la novia.
-Buenas noches, con permiso -algo así les dije a los camaradas invitados, en el mismo castellano que si le hablara a gente de Madrid.
Los vi callarse en seco. Los vi mirar hacia cualquier parte, una señora se echó el chal sobre los hombros como si acabaran de abrir una puerta que diera a la calle. Yo sostuve el tipo como un caballero español que no tiene nada que reprocharse. Esto hizo que los rusos reaccionaran, hubo sonrisas tímidas, luego fueron caras divertidas y hasta bondadosas. Es verdad que los rusos son reservados con los extranjeros. Pero serviciales. Recuerdo una viajera que en la estación de Mayakóvskaya me sujetó para que no me partiera los huesos en una escalera rodante:
-BEREGUIS! BEREGUIS! -o un aviso parecido que yo imaginé en letreros con letras rojas y mayúsculas.
Aquella del Metro vestía un traje sastre algo varonil, y la fuerza de sus músculos no viviré yo bastantes años, para agradecerla... Pero me estoy alejando de lo suave y lo dulce que iba a tener en mis brazos, al compás de un blues o como se diga en ese otro mundo de los comunistas, tan diferente, tan parecido al nuestro. Ya he dicho que los de la boda empezaban a mirarme bien. La mujer de mi obstinación se había quedado perpleja cuando después de la cortesía general al grupo me incliné mirándola en una petición inequívoca. Casi aterrada, pero conmovida, así es, discretamente conmovida, esbozó una negativa cortés. Entonces ocurrió el gesto abierto y civilizado del marido que la autorizaba e incluso la animaba con una afirmación de la cabeza que no necesitaba palabras.
Accedió perezosamente. Se puso de pie, y un momento sonrió a sus acompañantes como diciendo qué otra cosa puede hacerse con un forastero. Llevaba un vestido sedoso y negro, modesto pero distinguido, se me ocurrió que no procedía de los almacenes del Estado y que acaso se lo hubiese hecho ella misma. Entonces la conduje hacia la pista, tan llena que apenas podía verse el mármol suntuoso sobre el que bailaban las parejas. Nos enlazamos con cautela. A mí me bastaron los primeros pasos para saber que la mujer era falsamente delgada, honesta, y probablemente sensible. Bailábamos como quería San Ambrosio, o sea que un carro cargado de hierba pudiera pasar por entre nuestros cuerpos. Podía mirarla a la cara, pero la rusa, entonces, sentía una curiosidad urgente por las otras gentes o por las lámparas o lo que fuera, con tal de no tropezarse con mis ojos. La verdad es que yo no tenía más deseos que la admiración decente de aquella belleza delicada, cómo iba a imaginarme que llegaríamos a lo que luego llegamos.
Me parece que empecé hablándole de la concurrencia tan alegre del restaurante, del frío que había llegado de repente a Moscú, de cosas sin importancia.
Le hablaba despacio. Le hablaba reclaro. Ella enseñaba una sonrisa cobarde y ladeada, y con un movimiento de la cabeza negaba toda posibilidad de entenderme. No importa, le hice saber no sé de qué manera.
Poco a poco dejó de negar y yo vi que empezaba a prenderse en el hilo de las palabras. Alguna vez me han dicho que tengo una voz grave y sonora, próxima a lo abacial -no sé si me elogian-, incluso a lo enfático. Yo no sabría decirlo, porque nadie escucha su propia voz. Luego, en el excitante ambiente del lugar bastaba una leve intención artera para que las palabras se vieran realzadas por el misterio... Sin forzar las cosas, nuestros cuerpos mortales se acercaron un poco, pero sin llegar al protagonismo.
Fue entonces cuando empecé a ser claramente consciente de mis armas. Me puse a inventar cadencias; explotaba las pausas entre frase y frase, como se gobiernan los tiempos del amor cuando se tiene a una mujer para toda una noche hermosa. Nadie en el mundo que nos viera bailando hubiera podido tacharnos de promiscuidad, ni siquiera de inconveniencia. Pero yo veía subir a mi compañera por una escala de emociones que se le reflejaban en el rostro huidizo, en el ritmo de la respiración sofocada... Ahora me convenía descuidarme totalmente de los significados, concentrarme en el hálito que se desprendía de las palabras como una caricia o un veneno. Se me ocurrió recitarle la Salve, que es la única oración que recuerdo de cuando yo era bueno. «Reina y madre / de misericordia... / vida y dulzura... / esperanza nuestra...» Jamás hubiera sospechado la eficacia de este invento piadoso. Mi amiga, mi dulce amiga, no podía descifrar «en este valle de lágrimas», y sin embargo sus ojos verdosos se humedecieron. Yo le enseñé a que nos comunicáramos con la presión solapada de las manos, y me alegré porque la orquesta no hacía ninguna pausa, era como nuestras orquestas de los veranos que tocaban series muy largas. El caso es que no se me acabara la cuerda. Hubiera querido recordar todas las oraciones de la catequesis. Debí de asociar la catequesis con la escuela y encontré como un tesoro la tabla de multiplicar -tres por una es tres; tres por dos, seis; tres por tres, nueve-, y ella dejándose mecer -cinco por cuatro, veinte; cinco por cinco, veinticinco; cinco por seis, treinta, hasta que me atasqué en la tabla del 7.
Aquel desfallecimiento lo empleé en hacerme figuraciones sobre esta mujer, porque me moriré sin saber su nombre, su profesión, el origen de aquella tristeza vaga de sus ojos. En vano intenté ponerle el guardapolvo de una fábrica, la bata blanca de un laboratorio, porque nada podía quitarle su aire de dama romántica de una novela de Tolstoi o de un poema de Puchkin.
¡Pero cómo no se me había ocurrido antes lo de los poemas! La inspiración me llegó en el momento justo cuando la Karenina o como se llamara recuperaba la tibieza inicial y un aflojamiento de su mano me estaba diciendo que debíamos volver a nuestras mesas tan separadas como nuestros mundos. Yo no la solté. La orquesta tocaba las mismas piezas sentimentales que se oían en Pasapoga en los años 50, y despacio, sobre la música de fondo, empecé con La casada infiel. Volvió la tensión, oculta a soldarnos con más fuerza que antes, ahora angustiosamente, como si ella y yo supiéramos que esta locura estaba a punto de terminar. Menos mal que sé poesías de Lorca, de don José Zorrilla, de Garciasol... Mi compañera entornaba los ojos. No habíamos llegado al clímax, pero yo lo auguraba próximo, gracias a esas antenas erectas y sensibles que son cualidad del amante...
La llave la tenía un poeta que se llama Crémer.
-«Qué cercano a las nubes ese límite de fuego» -me escuché decir, imparable en mi determinación-. «Bajo la bóveda sombría arde la catedral. / Cuatro farolas la guardan / con verdes ojeras de soledad / y lentos ríos de sombra / avanzan por calles de cristal / con lunas como cuchillos / resplandeciendo en el fondo del mar.»
Con la lucidez de un viejo sátiro que experimentara sobre una doncella llegué a advertir que mi pareja me clavaba sus uñas afiladas al caer de los versos pares, allí donde el acento hace agudas como lanzas a las palabras. Y cuando «Un desnudo viento arranca / hebras de serenidad / a los rostros de piedra y de lluvia / de San Pedro y de San Juan», mi rusa, mi amor, entregó ese gemido anhelante de la hembra que ya no puede más. Entonces rompió su silencio de palabras y yo escuché la súplica que me sonó como un grito, aunque ella lo dijera como un susurro para mí solo:
-Niet, niet.
O sea -era fácil de traducir-: «No, no, basta ya, por favor, usted y yo hemos ido demasiado lejos.»
Se soltó de mi abrazo, que no había dejado de ser un abrazo de salón a los ojos de todos, y yo la seguí hasta su mesa, a donde llegó astutamente recobrada de su aventura y con el rostro más inocente del mundo. Deseché el továrisch (camarada) que me habían enseñado en ruso.
-Gospoyá... -o sea, señora, agradecí inclinándome como si estuviéramos en el casino de Palencia.
Y al marido:
-Gospodín... -que quiere decir señor.