Francia, sus viajes por el mar, el perfume de las moreras en Lavilledieu, los trenes de vapor, la voz de Hèlene. Hervé Joncour continuó contando su vida como nunca en la vida lo había hecho. Aquella muchacha continuaba mirándolo con una violencia que imponía a cada una de sus palabras la obligación de sonar memorables. La habitación parecía ahora haber caído en una inmovilidad sin retorno cuando de improviso, y de forma absolutamente silenciosa, la joven sacó una mano de debajo del vestido, deslizándola sobre la estera ante ella. Hervé Joncour vio aparecer aquella mancha pálida en los límites de su campo visual, la vio rozar la taza de té de Hará Kei y después, absurdamente , continuar deslizándose hasta asir sin titubeos la otra taza, que era inexorablemente la taza en la que él había bebido, alzarla ligeramente y llevarla hacia ella. Hará Kei no había dejado ni por un instante de mirar inexpresivamente los labios de Hervé Joncour.
La muchacha levantó ligeramente la cabeza.
Por primera vez apartó los ojos de Hervé Joncour y los posó sobre la taza.
Lentamente, le dio la vuelta hasta tener sobre los labios el punto exacto en el que él había bebido.
Entrecerrando los ojos, bebió un sorbo de té.
Alejó la taza de los labios.
La deslizó hasta el lugar de donde la había cogido.
Hizo desaparecer la mano bajo el vestido.
Volvió a apoyar la cabeza en el regazo de Hará Kei.
Los ojos abiertos, fijos en los de Hervé Joncour.
Alessandro Baricco
Seda
Ed. Anagrama
Trad. Xavier González y Carlos Gimpert.
Fot. Autocrome de Etheldreda Janet Laing, 1908