jueves, 6 de septiembre de 2018

Finísimas nubes


Como por tácito acuerdo, nos sentamos el uno frente al otro sobre la alfombra, como solíamos hacerlo en el pasado, con las piernas cruzadas como "sastres armenios", había dicho Clea una vez. Brindamos a la luz rosada de las bujías escarlata que iluminaba sin titubeos el aire inmóvil, cuyas fantasmagóricas radiaciones delineaban la boca sonriente, los rasgos puros de Clea. Allí, por fin, en aquel gastado trozo de alfombra, nos abrazamos -¿cómo decirlo?- con una calma sonriente y grave; como si la copa del lenguaje se hubiese vertido silenciosamente en aquellos besos elocuentes que reemplazaban las palabras y compensaban el silencio, aquel silencio que era una forma nueva y más perfecta del pensamiento y del gesto. Aquellos besos eran como finísimas nubes destiladas a través de una inocencia recién nacida, a través del genuino dolor de la ausencia de deseo. Recordé aquella otra noche, hacía tanto tiempo, en que habíamos dormido abrazados y sin sueños; y comprendí que, tras un largo rodeo por el árido desierto de mis fantasías, mis pasos me habían devuelto a aquel mismo punto del tiempo, al umbral de aquella puerta aherrojada que entonces se me había cerrado, detrás de cuyos cristales, sonriente e irresponsable como una flor, se movía la sombra de Clea. Yo no había sabido encontrar la llave de aquella puerta. Ahora se me abría espontáneamente. En tanto que otra puerta, aquella que en un tiempo me había dado acceso a Justine, se había cerrado de forma irrevocable. ¿No hablaba Pursewarden de puertas corredizas? Pero se refería a libros, no al corazón humano. El rostro de Clea no reflejaba artificio ni premeditación, sino una especie de generosa malicia que le inundaba los magníficos ojos y se transmitía en la firmeza consciente con que introducía mis manos en sus mangas para entregarse a mi abrazo en la actitud condescendiente de una mujer que ofreciera su cuerpo a una valiosa capa. O cuando me tomaba la mano, la apoyaba sobre su corazón y murmuraba:
-¡Siente! Ha cesado de latir.
Así dejamos correr el tiempo, y así hubiéramos podido quedar, como figuras estáticas de un cuadro olvidado, saboreando sin prisa la dicha concedida a los seres destinados a gozarse mutuamente sin reservas ni autodesprecio, sin los premeditado ropajes del egoísmo, las limitaciones inventadas del amor humano.

Ed. Edhasa, 2008
Trad. Matilde Horne

Fot. Heinz Von Perckhammer
Etude de Nu, Chine, 1928