martes, 17 de julio de 2018

El tacto mudo


Vuelvo a los pájaros posados en las ramas desnudas del manzano. Esta mañana antes de abrir la farmacia me quedé un rato mirándolo y pensando en los estragos que causó el misil de la semana pasada. La casa de Gassan, el barbero, quedó completamente destruida, entre otras.

Uno a uno fueron apareciendo los pájaros; no volaban ni se ocultaban en el árbol, sino que se posaban como oraciones en sus ramas. El misil que destruyó la casa de Gassan apuntaba, alegan, a un refugio clandestino. Los pájaros venían a posarse como respuestas a unas preguntas que no tienen palabras. Mirando los pájaros, por fin lloré.

Gassan no estaba allí cuando destruyeron su casa. Había ido al mercado y estaba jugando a las cartas con sus amigotes. Cuando se enteró, se desmoronó y cayó al suelo, sin ruido.
Al día siguiente le acompañé a la ruina. Había varios epicentros, donde todo había quedado reducido a un montón de polvo bordeado de fragmentos minúsculos. A excepción de las tuberías y de los cables, no quedaban objetos reconocibles. Los objetos de toda una vida habían desaparecido sin dejar rastro, habían perdido su nombre. No era una amnesia de la mente, sino de lo tangible.
Se fue andando por la carretera hasta una de las casas abandonadas, antiguas ruinas en las que una ventana seguía siendo una ventana, aunque no tuviera cristal, y una silla, una silla, aunque le faltaran dos patas. Allí, en un cobertizo, encontró lo que buscaba: una escoba.

Entonces volvimos a lo que unos días antes había sido su casa y empezó a barrer, sin mirar al suelo, los ojos fijos en la distancia. Por instinto, no intervine; lo dejé actuar como si fuera un sonámbulo. No sé cuánto tiempo duró aquello. Abarcó toda una vida.

Barría sin moverse del sitio, sin mover los pies. Por fin, dejó de barrer y me miró, y esto es lo que me dijo: Cuando corto el pelo a un cliente, siempre barro después. Es una de las primeras reglas que aprendes en el oficio de barbero.

Lo tomé por el brazo, y Gassan no soltó la escoba. Me decía a mí misma que, tal vez, debería darle una dosis de valeriana officinalis. Así respondía mi oficio a la miseria que le había sobrevenido. ¡Qué poca cosa son nuestros oficios!

Tal vez, en los oscuros pliegues del tiempo no haya más que el tacto mudo de
nuestros dedos.
Y nuestras acciones.

John Berger
De A para X
Ed. Alfaguara, 2016
Traducción Pilar Vázquez

Fot. Josef Bartuška