viernes, 20 de abril de 2018

La melancolía


Homero puso en escena al primer melancólico con el personaje de Belerofonte. “Objeto de odio para los dioses, vagaba solo, sobre la llanura de Aleion, el corazón devorado por la pena, evitando las huellas de los hombres” (Ilíada, VI, 200). "Thymon katedon", comiendo su corazón, dice Homero. El epíteto homérico describe magníficamente la melancolía: la autofagia del cuerpo por el alma. El desdichado es un Narciso al que su reflejo devora.

Pascal Quignard
La melancolía romana
El sexo y el espanto
Ed. Minúscula, 2005
Trad. Ana Becciú

Fot. Eva Rubinstein

Se conocieron


Se conocieron en Florencia en 1880. Él tenía treinta y siete años, ella cuarenta. Ella era Constace Fenimore Woolson, una célebre escritora estadounidense de cuentos y ensayo. ¿Y él? Él era Henry James. Para su sorpresa, James se percató rápidamente de que ella era una mujer de gusto y buen juicio cuyas divisiones internas se asemejaban a las de él. Ella disfrutaba del prestigio, pero se guarecía en la oscuridad; temía la soledad, pero buscaba el aislamiento; deseaba abrir su corazón, pero acababa mostrándose esquiva. En una ocasión en que James estaba considerando alquilar un apartamento en Venecia, Constance le dijo: "No le imagino en el Gran Canal", y él replicó: "No. Mejor en algún lugar escondido. No importa demasiado dónde, siempre y cuando cueste encontrarlo y haya que recorrer muchos callejones sin salida para llegar". Hablaba por ella tanto como por él. Desde su primera juventud, Constance había estado construyendo una coraza de reservas defensivas; para cuando alcanzó la madurez, ya la tenía puesta; para cuando murió, la coraza la estaba asfixiando. 
Paseaban y hablaban; tomaban té y hablaban; iban a museos y hablaban. Hablaban de libros, hablaban de escritura, hablaban de la imaginación moral. El intercambio no era, huelga decirlo, personal en el sentido habitual del término, pero la honestidad intelectual que animaba su charla se traducía en una conversación que hacía que los dos se sintieran menos solos en el mundo. 
Sin duda, ella le dio más a él que él a ella. Constance se convirtió en su mejor lectora, en su interlocutora más inteligente, quien mejor entendía las cosas que no se decían ni se mencionaban. No podía decirse lo mismo de James, que se aprovechó flagrantemente de todo lo que no se habló entre ellos. Parece que él, casi por voluntad, nunca llegó a comprender la profundidad de la angustia de Constance; o, si lo hizo, escogió taparse los ojos con una mano para no mirarla de frente. Tal vez supiera que sí permitía que ese conocimiento penetrara en él, se vería obligado a rendir cuentas ante aquella amistad. Sobre todas las cosas, Henry James temía y odiaba verse obligado a rendir cuentas ante nada ni nadie.

Ed. Sexto Piso, 2018
Trad: Raquel Vicedo