Al salir de un gran libro conoces siempre ese leve malestar, ese momento de incomodidad. Como si se pudiera leer en ti. Como si el libro amado te concediera un rostro límpido, indecente: uno no va por la calle con un rostro tan desnudo, con el rostro descarnado de la dicha. Hay que esperar un poco. Hay que esperar a que el polvo de las palabras se esparza durante el día. De tus lecturas no retienes nada, apenas una frase. Eres como un niño al que al mostrarle un castillo, sólo viera un detalle, unas hierbas entre dos piedras, como si el castillo tuviera su verdadero poder en el temblor de unos hierbajos. Los libros queridos se mezclan con el pan que comes. Corren la misma suerte que los rostros apenas vislumbrados, que los limpios días de otoño y que cualquier belleza en la vida: ignoran la puerta de la consciencia, se deslizan a través de ti por la ventana del ensueño y se cuelan hasta una habitación a la que nunca vas, las más profunda, la más retirada. Horas y horas de lectura para esa ligera tintura del alma, para esa ínfima variación de lo invisible en ti, en tu voz, en tus ojos, en tu manera de ir y hacer. Para qué sirve leer. Para nada o casi. Es como amar, como jugar. Es como rezar. Los libros son rosarios de tinta negra, cada cuenta rodando entre los dedos, palabra tras palabra. Y qué es exactamente rezar. Guardar silencio. Es alejarse de sí mismo en el silencio. Tal vez es imposible. Tal vez no sepamos rezar como se debe: siempre demasiado ruido en nuestros labios, siempre demasiadas cosas en nuestros corazones. En las iglesias nadie reza salvo las velas. Ellas pierden toda su sangre. Consumen toda su mecha. No se reservan nada para ellas, dan todo lo que son, y ese don pasa a ser luz. La imagen más bella de la oración, la imagen más clara de la lectura, sí, sería esa: el lento desgaste de una vela en una fría iglesia.
Christian Bobin
Un simple vestido de fiesta
Ed. Árdora, 2011
Fot. Len Howard, 1950