viernes, 11 de agosto de 2017

Tiempo del corazón


Querido:

[...]

"He vuelto a sentir la amapola, profunda, muy profundamente, tu magia ha sido tan maravillosa, jamás podré olvidarlo. 

A veces lo único que quisiera es irme y llegar a París, sentir que tocas mis manos, que me tocas entera con flores, y después otra vez no saber de dónde vienes y adónde vas. Para mí eres de la India, o de un país aun más lejano, oscuro, marrón; para mí eres desierto y mar y todo lo que es misterio.

Sigo sin saber nada de ti y por eso muchas veces tengo miedo por ti, no puedo imaginarme que tú debas hacer lo que los otros hacemos aquí, yo debería tener un castillo para nosotros y traerte conmigo, para que puedas ser allí mi señor encantado, tendremos muchas alfombras allí y música, e inventaremos el amor. 

He estado pensando mucho. “Corona” es tu poema más bello, es la anticipación perfecta de un instante donde todo se vuelve mármol y es para siempre. Pero para mí aquí no será “tiempo”. Tengo hambre de algo que no me darán, todo es chato y flojo, está cansado y gastado antes del uso. 

Para mediados de agosto quiero estar en París, un par de días solamente. No me preguntes por qué, para qué, pero quiero que estés para mí, una noche o dos, tres... Llévame al Sena, vamos a mirar y mirar bien adentro hasta que nos hayamos vuelto pececitos y nos reconozcamos."

Ingeborg.

Carta de Ingeborg Bachmann a Paul Celan, Viena, 24 de junio de 1949

Ed. FCE, 2012

La lengua salvada


Pero en realidad ella vivía pensando en la noche, cuando nosotros estábamos en cama y por fin podía leer. Era la época de sus grandes lecturas de Strindberg. Yo permanecía despierto en la cama viendo la luz del cuarto de estar por la rendija de la puerta. Allí estaba de rodillas en su silla, con los codos sobre la mesa, la cabeza apoyada en el puño derecho, teniendo delante los volúmenes de Strindberg. Cada cumpleaños, cada Navidad, se añadía un nuevo volumen, era lo que nos pedía que le regaláramos. Lo más excitante para mí era que no me estaba permitido leerlos. Nunca intenté echarle un vistazo a ninguno de ellos, me gustaba esa prohibición, aquellos volúmenes amarillos inspiraban una fascinación que solo me explico por dicha prohibición, y nada me hacía más feliz que entregarle a mi madre un nuevo volumen del que yo solo conocía el título. Cuando habíamos cenado y la mesa ya estaba recogida, cuando los pequeños ya estaban en la cama, yo le llevaba los volúmenes amarillos a la mesa y se los apilaba en el lugar acostumbrado. Aún hablábamos un momento, yo notaba su impaciencia, como tenía allí delante el montón de libros la comprendía y sin molestarla me iba tranquilo a la cama. Cerraba detrás de mí la puerta del cuarto de estar, y mientras me desnudaba la oía aún ir y venir un rato. Me echaba en cama y prestaba atención al ruido de la silla cuando ella se encaramaba, sentía como cogía luego un volumen, y cuando estaba seguro de que lo había abierto volvía la mirada hacia la rendija de luz de la puerta. Entonces sabía que ella no se levantaría por nada del mundo, encendía mi pequeña linterna de bolsillo y me ponía a leer mi propio libro debajo de la manta. Este era mi secreto, del que nadie debía saber nada, y equivalía al secreto de sus libros.

Elias Canetti
La lengua salvada
Ed. Debolsillo, 2005
Trad. Genoveva Dieterich