(...) Y es débil, se ha dicho desde siempre, la carne. Cae en la tristeza que luego ofrece como enigmática, o al menos ambigua, respuesta, a quien la ha sumido en tristeza sin darle nada de lo que a ella conviene, y exigiéndole un algo que ella no puede dar. Triste como la tierra llana sin sembrar, la simple tierra con la que tanto parentesco ofrece. Y es objeto de menosprecio casi constante, ya que constantemente, infatigablemente se le pide que no se fatigue y que resplandezca, y cuando obedece se la nadifica. Pues que su hermosura no puede exceder al número y al peso, a las leyes del universo terrestre y corpóreo que rigen todos los cuerpos que en la tierra y desde ella se nos aparecen. Y todo ello le sucede a la carne porque es corruptible. Y entonces el ser humano desde su «Yo» la identifica con la corrupción misma que le cerca. Porque sucede que el humano «Yo» cualifica a todo aquello que discierne, y todo aquello que lo envuelve se le aparece como una atadura, y más aún la carne, la condición carnal conviene más decir en este momento, de la que también quisiera huir, como quiere huir de ella cuando presiente el inexorable sacrificio, o cuando sin más se la fustiga o se la adelanta su corruptibilidad en el reino llamado del placer y de los caprichos de la imaginación.
María Zambrano
El espejo de Atenea
El espejo de Atenea