Abrí la verja de hierro,
Sentí como chirriaba, tropece en algún tronco
y miré una ventana encendida,
pero la madrugada devoraba las hojas
y tú no estabas allí diciéndome
que el mundo está roto y oxidado.
Entré, subí en silencio las escaleras, abrí otra puerta,
me quité el saco, me senté, me dije estoy sudando,
comencé a golpear mi pobre máquina de hablar,
de roncar y de morir
(tú dormías, tú duermes, tú no sabes cuánto te amo),
me quité la corbata y la camisa,
me puse el alma nueva que me hiciste esta tarde,
seguí tecleando y maldiciendo,
amándote y mordiéndome los puños.
Y de pronto llegaron hasta mí otras voces:
iban cantando cosas imposibles y bellas,
iban encendiendo la mañana,
recordaban besos que se pudrieron
en el río,
labios que destruyó la ausencia.
Y yo no quise decir nada más:
no quiero hablar,
acaso en el chirrido de la verja rompí
cruelmente el aire de tu sueño.
Qué importa entrar o salir o desnacer.
Me quito los zapatos
y los lanzo ciego, amorosamente, contra el mundo.