Pero "felicidad" no es una palabra que baste aquí. Intentaré explicar de otra manera la poesía que vivía en ese cuarto de atrás, la profunda satisfacción que me proporcionaban esos cuatro o cinco minutos: era la sensación de que el tiempo se detenía y que todo sería igual para siempre. Junto a dicha sensación estaban los deleites del amparo, de la continuidad y de encontrarme en casa. Por otro lado me aligeraba el corazón la creencia, o, por decirlo con palabras más elegantes, la visión global, de que el mundo y el universo eran simples y buenos. Aquella sensación de paz espiritual se alimentaba, por supuesto del rostro de Füsun, de su delicada belleza y del amor que sentía por ella. Poder hablar con ella cuatro o cinco minutos en el cuarto de atrás era una felicidad en sí misma. Pero esa felicidad en parte era resultado del entorno en el que nos encontrábamos, del cuarto. (Si hubiera podido cenar con ella en el Vestíbulo también habría sido muy feliz, pero con otro tipo de felicidad.) Aquella profunda paz dependiente del lugar, del entorno y de mi estado espiritual se mezclaba en mi mente con todo lo que veía a mi alrededor, los cuadros de pájaros de Füsum avanzando lentamente, el color teja de la alfombra de Usak del suelo, los retales, los botones, los periódicos atrasados, las gafas de lectura de Tarik Bey, los ceniceros y los útiles de costura de la tía Nesibe. Además aspiraba el olor del cuarto y cualquier dedal, botón o bobina de hilo que me echara al bolsillo antes de salir me recordaba después todo aquello el dormitorio del piso del edificio Compasión y prolongaba mi felicidad.
Orhan Pamuk
El museo de la Inocencia
Foto: Daido Moriyama