Cyril Connolly, minucioso lector de Pascal, que de tanto probar el sabor del hastío lo acabó por encontrar no tanto dulce, sino estimulante y propicio, y que en La tumba sin sosiego -esa obra suprema sobre los peligros del embotamiento de la sensibilidad, sobre la pesantez de una vida entregada a la queja y al exceso de whisky- se describió a sí mismo como una "carroña corpulenta y holgazana" que flotaba a la deriva como el plancton, un día se las arregló para volver a cruzar aquella línea imperceptible, aquella línea que, de la tristeza de quien llora en un cuarto oscuro, lo reconduciría a la dicha de no estar demasiado distante de sí mismo:
¡Oh sagradas mañanas solitarias y vacuas, meditaciones tranquilas: fruto de los estantes de libros y el tic-tac del reloj: silencio dorado y letificante, influencia del follaje de los plátanos salpicados de sol, rumores lejanos de pájaros y de caballos, posesión inestimable de unos pocos metros cúbicos de aire y unas horas de ocio! Este vacío de paz es el estado del que debería proceder el arte, porque el arte está hecho por el solitario para el solitario, y actualmente esta atmósfera cerúlea, que debería ser para nosotros cosa natural, es punto menos que inasequible.
Ed. Sexto Piso, 2012
Fot. Kansuke Yamamoto
Buddhist Temple’s Birdcage, 1940