martes, 7 de mayo de 2019

El pelirrojo mentiroso


Lo conocí en el bar del hotel Belgrad en Moscú, al que solían acudir los yugoslavos: los que estudiaban en Moscú, los que trabajaban en la Embajada yugoslava y en las delegaciones de diversas empresas yugoslavas del país, y turistas yugoslavos que, por una u otra razón, iban a ver a sus compatriotas. Tenía un físico extraordinariamente atractivo, era muy difícil que no te llamara la atención, con su cabello pelirrojo y su barba recortada, ojos verde claro y un cuerpo bien proporcionado. Era compatriota mío y un mentiroso, de esos que mienten incluso cuando no es necesario. Alguien que va de acá para allá con jerséis rojos ingleses, camisas azules de finas rayas blancas, abrigo de cachemir y bufanda blanca también de cachemir alrededor del cuello y afirma que en Moscú estudia Bellas Artes no podía ser otra cosa que un mentiroso notorio. Por otro lado, no era hombre de muchas palabras, lo que mejoraba considerablemente su imagen. Me cautivó por completo, lo confieso: contra el fondo gris y sombrío de Moscú, con los ojos verdes y tan pelirrojo, parecía no ser de este mundo. Tenía las manos de carpintero; las manos más grandes, más anchas y cálidas que jamás estuvieron en contacto conmigo. Hacía el amor a conciencia, tan pronto con ardor como con frialdad, justo como si en una sartén ardiente se calentaran cubitos de hielo. Comeríamos locuras, me enamoré de él, el amor olía a promesas, la fiebre amorosa me daba escalofríos, estaba dispuesta a morir por él. Cuando se marchó regué con lágrimas el aeropuerto moscovita de Sheremétievo. La policía aeroportuaria, evidentemente no acostumbrada a escenas tan sentimentales, me pidió que me identificara, me preguntó por qué lloraba y no fui capaz de contestar, pues me estaba muriendo: mi amante pelirrojo nadaba en el mar de mis lágrimas y, al alcanzar la orilla del control de pasaportes, desapareció de mi horizonte. En la mano apretaba un premio imaginario, unos billetes de lotería sin valor rotos por la mitad. El corazón se me escapó del pecho... No me dejó su dirección, yo le di la mía, las cartas son estúpidas, dijo, estaba seguro de que tarde o temprano volveríamos a encontrarnos. Y he aquí una cosa que no consigo explicarme: yo, que estaba dispuesta a seguirlo al fin del mundo, nunca en mi vida he olvidado a alguien tan fácil y rápidamente.



El pelirrojo llamó a mi puerta al cabo de un año, cuando yo ya había regresado a casa. Por asombroso que parezca, el encuentro me dejó indiferente, es más, esta aparición repentina y no anunciada me molestó. Tenía la sensación de que me obstaculizada la vista, a pesar de que no estaba mirando nada que mereciera mi atención. Saqué de él todo lo que precisaba saber: que estaba casado, que había ido a mi ciudad, mira tú, no por mí, sino por una conciudadana mía, que era (¡uy!) la madre de su hijo ilegítimo. A pesar de que la historia era banal hasta la extenuación, de mi corazón poco ventilado se escapó volando una polilla de compasión.

El pelirrojo volvió a presentarse una vez más, al cabo de varios años, de nuevo sin avisar, pero en esta ocasión saltó un chispazo poderoso e imprevisto, e hicimos una escapada breve y fogosa a la vista adriática. Esta vez tampoco habló mucho de sí mismo (¡ay, qué listillo!), pero a cambio se acordaba con una ternura inapropiada de nuestra remota excursión a Leningrado.

- ¡Nosotros dos nunca estuvimos en Leningrado! -dije yo estupefacta.

Intentó convencerme de que sí habíamos estado, citaba detalles, el nombre del hotel, el número de habitación, pormenores de la visita a Tsárskoye Seló, los nombres de restaurantes en los que habíamos cenado, los billetes que vimos, detalles de los momentos de pasión, del regreso en el tren nocturno a Moscú, de las personas que conocimos en el viaje...

- Estaba loco por ti, muchacha... Nunca me había ocurrido con nadie...

- Pero ¿por qué me tomas por tonta...?

Mentía, pero su "fabulación" acerca del viaje a Leningrado me inquietó. La mentira ya no era funcional, no había ningún motivo que la justificara. Tuvimos una discusión al respecto, recogimos las cosas y volvimos a Zagreb. Callé durante todo el trayecto, muerta de miedo porque conducía como un loco. Me dejó delante de mi casa, ni siquiera nos despedimos. Sus ojos verdes sombreados por las pestañas pelirrojas se encendieron en la oscuridad con un fulgor frío.

Uno o dos meses después de su partida, un libro de mi biblioteca cayó al suelo por azar y, del libro, un fajo de papelitos que por algún motivo yo había conservado. Entre los papeles había unas entradas para una función de ballet en Leningrado, las reservas de un hotel de Leningrado a su nombre y el mío con la fecha de la estancia y las entradas que probaban la visita a Tsárskoye Seló. Y además, e este pequeño "ikebana", por alguna razón, había añadido un trébol de cuatro hojas seco...

Esto, sin embargo, no es una historia sobre mí, sobre el pelirrojo y las malas pasadas que nos juega la memoria frágil, sino una historia que se esfuerza por contar un cuento, que a su vez intenta contar un cuento sobre cómo se crean los cuentos.

Dubravka Ugrešić
Zorro
Ed. Impedimenta
Trad. Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pižtelek

Fots: s/d