La Rue de l’Odéon poseía la tranquilidad de un pueblo. Allí se encontraba la librería La Maison des Amis des Livres. Si uno observaba con detenimiento, podía ver en la entrada a su propietaria, Adrienne Monnier, con su pelo corto y su largo vestido suelto.
En mi época de estudiante esa librería representaba ese mundo fascinante , tan cercano,y aún así tan lejano, de la literatura moderna: lejano porque todavía no conocía ni a uno solo de de los autores ; cercano porque devoraba muchísimos de sus libros, que pedía prestados de la biblioteca de Adrienne. Además descubrí los rostros de algunos de ellos a través de los retratos con dedicatoria que tapizaban las paredes de la librería. Escuchaba a escondidas a la dueña de aquel santuario - que me intimidaba con su ropa distinta y sus amigos nobles- hablando de la forma más natural e íntima de gente muy conocida cuyos nombres me dejaban algo aturdida. Podía estar contándole a algún cliente, por ejemplo, que había visto a Válery justo la noche anterior o que Gide no se encontraba muy bien. León Paul Fargue y Jacques Prévost eran otros de los autores a los que muy a menudo se veía conversar con Adrienne. Y a veces, con el corazón en un puño, veía de repente materializarse ante mí en carne y hueso al más distante e inaccesible de todos: James Joyce, cuyo Ulises había leído en francés con gran asombro.
Extraído del prólogo de James Joyce in París : His final years