martes, 27 de junio de 2017

Ella. Él.


(Ella)

Miraba hacia atrás, hacia los años que había vivido con él, y le parecía que su historia común no podría haberse cerrado mejor de lo que se había cerrado. Si aquella historia la hubiera inventado otra persona, no hubiera podido terminarla de otro modo.
Él llegó un día a su lado sin que lo hubieran invitado. Otro día, del mismo modo, se fue. Habían pasado muchos años de su vida juntos y ahora comprobaba que aquellos años eran más hermosos en el recuerdo que cuando los había vivido.
Me la imagino abriendo la cerradura de la casa y sintiendo en el corazón la orfandad de la soledad que la envolvía al abrir la puerta.
Las ganas de abrazarlo habían desaparecido. Le parecía que estaba frente a él en medio de una planicie nevada y que los dos temblaban de frío.

(Él)

El amor que había existido entre él y Teresa era bello, pero también fatigoso: tenía que estar permanentemente ocultando algo, disfrazándolo, fingiendo, arreglándolo, manteniéndola contenta, demostrando ininterrumpidamente su amor, siendo acusado por sus celos, por su sufrimiento, sintiéndose culpable, justificándose, disculpándose. Aquel esfuerzo había desaparecido ahora y permanecía la belleza.
Se acercaba la noche del sábado, por primera vez paseaba solo por Zurich y aspiraba el perfume de su libertad. Detrás de cada esquina se escondía la aventura. El futuro había vuelto a convertirse en un secreto. Su vida de soltero le había sido devuelta (...)
Su paso era ahora, de pronto, más ligero. Casi flotaba. Se hallaba en el campo mágico de Parménides: disfrutaba de la dulce levedad del ser.

Milan Kundera,
La insoportable levedad del ser
Ed. Tusquets, 1993
Trad. Fernando Valenzuela