martes, 26 de septiembre de 2017

El arte de la poda


El trabajo humano había interesado siempre a Cosimo, pero hasta entonces su vida en los árboles, sus desplazamientos y sus cazas habían respondido siempre a inspiraciones aisladas e injustificadas, como si fuera un pajarillo. Ahora, en cambio, lo asaltó la necesidad de hacer algo útil para su prójimo. Y también esto, bien mirado, era algo que había aprendido en su trato con el bandido; el placer de hacerse útil, de desplegar un servicio indispensable para los demás.

Aprendió el arte de podar los árboles, y ofrecía su trabajo a los cultivadores de huertos, en invierno, cuando los árboles extienden irregulares laberintos de palitos y parece que no desean sino ser reducidos a formas más ordenadas para cubrirse de flores y hojas y frutos. Cosimo podaba bien y pedía poco, de modo que no había pequeño propietario o arrendatario que no le pidiese que pasara por sus tierras, y se le veía, en el aire cristalino de esas mañanas, erguido, esparrancado en los bajos árboles desnudos, el cuello envuelto en una bufanda hasta las orejas, levantar unas grandes tijeras y, ¡chac!, ¡chac!, hacer volar con tijeretazos seguros ramitas secundarias y puntas. El mismo arte desplegaba en los jardines, con los árboles de sombra y de adorno, armado con una corta sierra, y en los bosques, donde intentó sustituir el hacha del leñador, sólo adecuada para asestar golpes al pie de un tronco secular para derribarlo entero, por su ligera hacheta, que trabajaba sólo en horcaduras y copas.

En suma, supo convertir su amor por este elemento arbóreo, como ocurre con todos los amores verdaderos, en algo despiadado y doloroso, que hiere y saja para hacer crecer y dar forma. Es cierto que procuraba siempre, al podar y talar, servir no sólo al interés del propietario del árbol, sino también al suyo, de viandante que necesita hacer más practicables sus caminos; por eso se las arreglaba para que las ramas que le servían de puente entre un árbol y otro se salvaran siempre, y recibieran fuerza de la supresión de las demás. Así, esta naturaleza de Ombrosa que había encontrado ya muy benigna, contribuía con su arte a hacerla mucho más favorable para él, amigo al mismo tiempo del prójimo, de la naturaleza y de sí mismo. Y de las ventajas de este prudente obrar se benefició sobre todo en edad más tardía, cuando la forma de los árboles suplía cada vez más su pérdida de fuerzas. Después, bastó con la llegada de generaciones con menor criterio, de imprevisora avidez, gente no amiga de nada, ni siquiera de sí misma, y ya todo ha cambiado, ningún Cosimo podrá ya avanzar por los árboles.

Italo Calvino
El barón rampante
Siruela.
Trad. Esther Benítez