martes, 24 de octubre de 2017

Abismos


Una de las propiedades más insólitas de la lengua es su capacidad de enunciar –aunque sólo de manera aproximada, alusiva– que el mundo está edificado al borde de un precipicio, que no es sólido y seguro, que no tiene fondo ni base. Imaginémonos que esa misma vertiginosa inestabilidad del mundo quisiera expresarla por ejemplo la arquitectura; los arquitectos tendrían que levantar casas inclinadas; más aún: bien mirado, deberían proyectar edificios que se derrumbasen a una hora predeterminada con exactitud, o también excavar galerías en dirección a las profundidades de la Tierra, sin más objeto que mostrar a la gente –por aproximación– qué es un abismo. O si los que fijan los horarios de circulación de trenes quisieran mostrar a la sociedad la fisura metafísica de nuestra vida, tendrían que aspirar a que los trenes colisionaran regularmente, y que los puentes con vías volaran por los aires. Los pintores deberían horadar el lienzo; los zapateros, instalar en los zapatos pequeñas pero infalibles bombas. En cada uno de los restantes ámbitos, los intentos constituirían un sabotaje repugnante. Los médicos harían que sus pacientes empeorasen (por desgracia, así ocurre con frecuencia). Incluso en la música, el férreo rigor de las estructuras no permitiría la introducción de un timbre de alarma, la señalización del precipicio. Sólo la lengua puede acoger en su seno al saboteador, sin por eso convertirse en agente de destrucción, y familiarizarnos con aquello que no permite familiaridad alguna en absoluto.

Adam Zagajewski
En la belleza ajena
Pre-Textos
Traducción: Ángel E. Díaz-Pintado