Los padres de Joan me invitaron al funeral.
Yo había sido, según me dijo la señora Gilling, una de las mejores amigas de Joan.
- No estás obligada a ir -me dijo la doctora Nolan-. Siempre te queda la posibilidad de escribirles y decirles que yo te he aconsejado que sería mejor no ir.
- Iré -dije-, y fui, y durante el sencillo funeral me pregunté a quién pensaba yo que estaba enterrando.
En el altar se levantaba el ataúd entre unas flores pálidas como la nieve: la sombra oscura de algo que no estaba allí. Las caras en los bancos a mi lado, como de cera por la luz de las velas y las ramas de pino, allí desde la Navidad, lanzaban al aire frío un sepulcral incienso.
A mí lado las mejillas de Jody brillaban como excelentes manzanas y, aquí y allí, en la pequeña congregación reconocí las caras de otras chicas de la universidad y de mi pueblo, que conocían a Joan. DeeDee y la enfermera Kennedy doblaban sus cabezas con mantillas en un reclinatorio de delante.
Entonces, tras el ataúd y las flores y el rostro del sacerdote y las caras de los asistentes, vi el césped ondulante del cementerio de mi pueblo, con nieve hasta la rodilla, con las lápidas que se levantaban como chimeneas sin humo.
Habría un hoyo negro, de dos metros de profundidad, abierto en la tierra dura. Aquella sombra se uniría a esta sombra y la peculiar tierra amarillenta de nuestro pueblo cerraría la herida en la blancura, y otra nevada borraría toda huella de novedad en la tumba de Joan.
Aspiré profundamente y escuché el antiguo desafío de mi corazón:
-Soy, soy, soy.
Sylvia Plath
La campana de cristal
Ed. Círculo de Lectores
Trad: Marta Pessarrodona
Fot: s/d