Si los ojos viesen como ve la fotografía de Boubat, ¿podrían soportarlo? Pienso en ciertas fotografías de niños. De niños que descubren de pronto que los fotografían, divididos entre el temor, la maravilla, la sorpresa inicial del “¿por qué nosotros y no otros?”, “¿por qué nosotros y no otra cosa?” Pienso también en ciertos paisajes de países extranjeros, de cosechas, de niñas de primera comunión, y en una gran cantidad de instantes cuyo sentido es imposible determinar, título -de instantes arrancados al curso de días precisamente iguales a los otros, al curso de vidas, iguales también- de instantes de luz, fulgor de una felicidad inexplicable, imposible de nombrar, tan fugitiva como el viento -de pasajes misteriosos en ciertos lugares, a ciertas horas, en paisajes desiertos o en el momento crucial de crepúsculos, soplo destructivo del amor. La fotografía de Boubat -en particular las de mujeres- opera siempre en un campo que sobrepasa el de su representación. Mientras testimonia de un rostro, de lo más irreemplazable de su identidad, testimonia al mismo tiempo de la fragilidad de esta y de su condición mortal. De lo que no es reemplazable y sin embargo se pierde en una morfología universal. Cuando Boubat capta la singularidad ineluctable de un rostro parecería que fuese siempre en el momento mismo en que menos se lo espera, aquel en que el rostro abandona su identidad para perderse en lo que existe al mismo tiempo que él, cerca o lejos de él, en otro lugar o al lado, o perdido, o muerto. Édouard Boubat me dijo un día que la fotografía tenía un misterio que le era propio. Decía también que la fotografía tenía una verdad que no estaba emparentada con nada, ni con el cine, ni con la escritura, ni con la pintura. Pero que todo esto lo tenían que descubrir los otros, no los fotógrafos. Lo que creo comprender aquí es que toda fotografía, de una manera o de otra, es la de uno. Que no hay fotografía que no testimonie de uno.
Los ojos verdes
Ed. Plaza y Janés, 1993
Trad. Chantal Delmas
Fot. Édouard Boubat
Salamanca, 1956