Cuando mi mejor amiga vino a decirme adiós un día antes de irme del país, cuando nos abrazamos pensando que no nos veríamos nunca más porque yo no puedo volver y ella no puede salir, cuando mi amiga me dijo adiós en el pleno sentido de la palabra, no éramos capaces de separarnos. Se dirigió hacia la puerta tres veces y las tres se echó atrás. Hasta la tercera vez no se fue de verdad, caminando con pasos mecánicos tan largo rato como larga era la calle. La calle era recta, de modo que yo veía su chaqueta de color claro haciéndose cada vez más y más pequeña y, curiosamente, más brillante con la distancia. No sé si es que brillaba el sol —era febrero— o es que de llorar también brillaban mis ojos por dentro, o si brillaba la tela de la chaqueta… lo que sí sé es que me quedé mirando a mi amiga que se marchaba y que su espalda brillaba como una cuchara de plata. Así, de forma intuitiva, encontré cómo recoger en una palabra todo aquel proceso de separación. Lo llamé cuchara de plata. Y eso era justo lo que describía la separación con precisión absoluta.
No me fío del lenguaje. Si sé que el lenguaje, para ser preciso, siempre tiene que adueñarse de algo que no le pertenece, es sobre todo por mi propia experiencia. No sé por qué las metáforas son tan ladronas, por qué la comparación más válida tiene que robar propiedades que no le corresponden a otra cosa. La sorpresa no surge sino del acto de inventar, y se demuestra una y otra vez que es esa sorpresa inventada en la frase la que comienza a traernos la cercanía a la realidad. La frase no puede consolidarse como entidad propia, como realidad hecha palabra pero realidad válida y literal, hasta que una percepción no se adueña de otra cosa, hasta que un objeto no se apodera y se vale de la materia de otro, hasta que aquello que escapa a lo real se torna plausible en la frase.
Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío. (frag.)
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