viernes, 11 de noviembre de 2016

En aquellos instantes de dichosa paz


Yo temía la intrusión de cualquier pensamiento, de cualquier idea que, irrumpiendo en aquellos instantes de dichosa paz, pudiese llegar a inhibirlos, a transformarlos en una fuente de tristeza. Pensé también en aquel largo viaje emprendido hacía tanto tiempo desde aquel mismo lecho, desde la noche distante en que lo habíamos compartido, a través de tantos climas, tantas tierras, que nos había devuelto una vez más a nuestro punto de partida, al devorador campo magnético de la ciudad. Un nuevo ciclo que se abría al conjuro de los besos y las caricias deslumbradoras que ahora podíamos compartir. ¿Adónde podría llevarnos? Recordé unas palabras de Arnauti, escritas a propósito de otra mujer, con un contexto muy distinto: “Uno se dice que lo que tiene entre sus brazos es una mujer; pero si la contempla dormida advertirá que la criatura crece sin cesar: verá en el rostro amado, eternamente misterio, el perfecto e infalible florecimiento de las células, repitiendo hasta el infinito el delicado promontorio de la nariz humana, una oreja copiada de una concha marina, cejas dibujadas como helechos, labios inventados por bibalvos durante su unión de sueño. Pero este crecimiento es humano, lleva un hombre que atraviesa el corazón, y que promete el sueño demente de una eternidad que el tiempo desvirtúa a cada instante. ¿Y si la criatura humana fuese una ilusión? ¿Si, como dice la biología, cada célula de nuestro cuerpo es reemplazada por otra cada siete años? En el mejor de los casos, tengo entre mis brazos una fuente de carne, un juego incesante; y mi mente es un arcoiris de polvo”. Entonces, desde otro punto del compás, oía la voz agria de Puserwarden que decía: “¡No existe el Otro; sólo existe uno afrontando eternamente el problema del descubrimiento de sí mismo!”.

Lawrence Durrell  
El cuarteto de Alejandría IV, Clea
Ed. Edhasa, 2008
Trad. Matilde Horne