Cuando ella entró en el salón con su capa de enfermera, él, despertando con un sobresalto de un sopor placentero, se levantó tan aprisa que derramó el té. (...) Se sentaron, se miraron, sonrieron y miraron a otro lado. Robbie y Cecilia habían hecho el amor durante años: por correo. En sus misivas cifradas habían intimado, pero que artificial parecía ahora su cercanía al entablar una charla trivial, un desvalido catecismo de preguntas y respuestas corteses. A medida que la distancia se abría entre ellos, comprendieron lo lejos que habían ido en sus cartas. Habían imaginado y deseado tanto aquel momento que ahora no sabían evaluarlo. Él había estado excluido del mundo, y carecía de confianza para retroceder en busca de un pensamiento más osado. "Te quiero y me has salvado la vida". Le preguntó por su alojamiento. Ella le habló de él.
- ¿Y te llevas bien con tu casera?
No se le ocurrió nada mejor que decir, y temió el silencio que pudiera instaurarse, y la torpeza que sería un preludio del momento en que ella le dijera que había sido agradable volver a verse. Ahora tenía que volver al trabajo. Todo lo que tenían descansaba en unos pocos minutos, años atrás, en una biblioteca. ¿No era demasiado endeble? Bien podía ella reconvertirse en una especie de hermana. ¿Estaba decepcionada? Él había adelgazado. Había encogido en todos los sentidos. La cárcel le hizo despreciarse a sí mismo, mientras que ella seguía tan adorable como él la recordaba, especialmente con su uniforme de enfermera. Pero ella también estaba nerviosísima, incapaz de sortear las sandeces. Trataba de mostrarse frívola sobre el mal genio de su casera. Al cabo de unos cuantos comentarios parecidos, en realidad ella miraba al pequeño reloj que llevaba colgado encima de su pecho izquierdo, y le decía que faltaba poco para que terminase la pausa del almuerzo. Habían estado juntos media hora.
Él la acompaño hasta la parada del autobús de Whitehall. En los preciosos minutos finales él le escribió su dirección, una fría sucesión de siglas y números. Le explicó que no tendría permiso hasta que terminara la instrucción básica. Después, le concederían dos semanas. Ella le miraba, moviendo la cabeza con cierta exasperación, y luego, por fin, él le tomó de la mano y se la estrechó. Él gesto tenía que trasmitir todo lo que no había sido dicho, y ella respondió, a su vez, con una presión de la mano. Llegó el autobús y ella no la soltó. Estaban frente a frente. Él la besó, ligeramente al principio, pero se acercaron y, cuando sus lenguas entraron en contacto, una parte incorpórea de él mismo lo agradeció abyectamente, porque sabía que ahora tenía un recuerdo atesorado al que recurrir en los meses siguientes. Lo recreaba ahora, en un granero francés, de madrugada. Estrecharon el abrazo y siguieron besándose mientras la gente de la cola pasaba por delante. (...) Llegó otro autobús. Ella se despegó, le presionó la muñeca y subió sin decir una palabra ni mirar atrás. Él la vio sentarse en un asiento y cuando el autobús arrancó cayó en la cuenta de que debería haberla acompañado hasta el hospital. Había desperdiciado minutos de su compañía. Tenía que aprender de nuevo el modo de pensar y actuar por sí mismo. Echó a correr a lo largo de Whitehall, con la esperanza de alcanzarla en la parada siguiente. Pero el autobús estaba ya muy lejos y no tardó en perderse por Parliament Square.
Ian McEwan
Expiación
Ed. Anagrama, 2002
Trad: Jaime Zulaika
Collage Katrien de Blauwer