martes, 26 de abril de 2016

La mancha sobre el papel


Permítanme referir mi experiencia: no hace mucho yo vivía en la ciudad alta de Yokohama y asistía frecuentemente a las reuniones de los miembros de la colonia extranjera e iba a los restaurantes y a los bailes a los que ellos iban; cuado los veía de cerca, me parecía que su blancura no eran tan blanca, pero de lejos, la diferencia entre ellos y los japoneses era evidente. Algunas damas japonesas llevaban trajes de noche tan buenos como los de las extranjeras y a veces su tez era más clara que la suya, pero bastaba que una de las japonesas se mezclase a un grupo, para que, con una simple mirada se la distinguiera desde lejos. Me explico: por muy blanca que sea una japonesa sobre su blancura hay como un ligero velo. Aunque estas mujeres, para no ir a la zaga de las occidentales, se unten con pintura blanca espaldas, brazos, axilas, en una palabra, todas las partes del cuerpo expuestas a la vista, no consiguen borrar el pigmento oscuro que subyace en el fondo de su piel. A pesar de todo, se le adivina, como se puede adivinar una impureza en el fondo del agua clara vista desde muy arriba. Es una sombra negruzca, como una capa de polvo, que se aloja entre los dedos, en el contorno de la nariz, alrededor del cuello, en el hueco de la espalda. En cambio, el fondo de la piel de los occidentales, aunque tengan la tez algo turbia, sigue siendo claro y translúcido sin que jamás, en ninguna parte del cuerpo, presenten esa sombra sospechosa. Desde la punta del cráneo hasta la de los dedos, son de un blanco fresco y sin mezcla. Si uno de los nuestros se mezcla con ellos, es como una mancha sobre un papel blanco, una mancha de tinta muy diluida, que incluso nosotros sentimos como una incongruencia y que no nos resulta muy agradable.

Junichiro Tanizaki, El elogio de la sombra
Ed. Siruela, 2016
Traducción: Julia Escobar

Mark Rothko
Untitled, 1961
Pen and ink and wash on wove paper,
National Gallery of Art, Washington


La habitación japonesa


En realidad, la belleza de una habitación japonesa, producida únicamente por un juego sobre el grado de opacidad de la sombra, no necesita ningún accesorio. Al occidental que lo ve le sorprende esa desnudez y cree estar tan sólo ante unos muros grises y desprovistos de cualquier ornato, interpretación totalmente legítima desde su punto de vista, pero que demuestra que no ha captado en absoluto el enigma de la sombra. Pero nosotros, no contentos con ello, proyectamos un amplio alero en el exterior de esas estancias donde los rayos de sol entran ya con mucha dificultad, construimos una galería cubierta para alejar aún más la luz solar. Y, por último, en el interior de la habitación, los shòji no dejan entrar más que un reflejo tamizado de la luz que proyecta el jardín. Ahora bien, precisamente esa luz indirecta y difusa es el elemento esencial de la belleza de nuestras residencias. Y para que esta luz gastada, atenuada, precaria, impregne totalmente las paredes de la vivienda, pintamos a propósito con colores neutros esas paredes enlucidas. Aunque se utilizan pinturas brillantes para las cámaras de seguridad, las cocinas o los pasillos, las paredes de las habitaciones casi siempre se enlucen y muy pocas veces son brillantes. Porque si brillaran se desvanecerían todo el encanto sutil y discreto de esa escasa luz. A nosotros nos gusta esa claridad tenue, hecha de luz exterior y de apariencia incierta, atrapada en la superficie de las paredes de color crepuscular y que conserva apneas un último resto de vida. Para nosotros, esa claridad sobre una pared, o más bien esa penumbra, vale por todos los adornos del mundo y su visión no nos cansa jamás.

Junichiro Tanizaki, El elogio de la sombra
Ed. Siruela, 2016
Traducción: Julia Escobar

Fot. Mark Rothko
White, Black, Rust, on Brown, 1968 Acrylic on paper