martes, 7 de mayo de 2019

Cuesta de Atocha


CUESTA DE ATOCHA

Ellos dos van subiendo y nos cruzamos,
en la silla de ruedas,
sentado y encogido, solloza un hombre joven.
El padre, que la empuja,
echa hacia atrás los pies y, para hacer más fuerza,
estira cuanto puede las piernas y los brazos.
Así, encorvado y tenso,
puede vencer apenas la subida.
Sé lo que siente: que se ha hecho
viejo. Por un maldito instante
compadezco a ese padre: un error,
puesto que él todavía tiene a su hijo.
Esbozo una sonrisa mientras van alejándose.
Desde un portal,
una mujer me mira con reproche.
No comprende en qué escena de amor se está metiendo.

Joan Margarit,
De Un asombroso invierno
Ed. Visor, 2018

Fot: Cuesta de Moyano, años 50

El pelirrojo mentiroso


Lo conocí en el bar del hotel Belgrad en Moscú, al que solían acudir los yugoslavos: los que estudiaban en Moscú, los que trabajaban en la Embajada yugoslava y en las delegaciones de diversas empresas yugoslavas del país, y turistas yugoslavos que, por una u otra razón, iban a ver a sus compatriotas. Tenía un físico extraordinariamente atractivo, era muy difícil que no te llamara la atención, con su cabello pelirrojo y su barba recortada, ojos verde claro y un cuerpo bien proporcionado. Era compatriota mío y un mentiroso, de esos que mienten incluso cuando no es necesario. Alguien que va de acá para allá con jerséis rojos ingleses, camisas azules de finas rayas blancas, abrigo de cachemir y bufanda blanca también de cachemir alrededor del cuello y afirma que en Moscú estudia Bellas Artes no podía ser otra cosa que un mentiroso notorio. Por otro lado, no era hombre de muchas palabras, lo que mejoraba considerablemente su imagen. Me cautivó por completo, lo confieso: contra el fondo gris y sombrío de Moscú, con los ojos verdes y tan pelirrojo, parecía no ser de este mundo. Tenía las manos de carpintero; las manos más grandes, más anchas y cálidas que jamás estuvieron en contacto conmigo. Hacía el amor a conciencia, tan pronto con ardor como con frialdad, justo como si en una sartén ardiente se calentaran cubitos de hielo. Comeríamos locuras, me enamoré de él, el amor olía a promesas, la fiebre amorosa me daba escalofríos, estaba dispuesta a morir por él. Cuando se marchó regué con lágrimas el aeropuerto moscovita de Sheremétievo. La policía aeroportuaria, evidentemente no acostumbrada a escenas tan sentimentales, me pidió que me identificara, me preguntó por qué lloraba y no fui capaz de contestar, pues me estaba muriendo: mi amante pelirrojo nadaba en el mar de mis lágrimas y, al alcanzar la orilla del control de pasaportes, desapareció de mi horizonte. En la mano apretaba un premio imaginario, unos billetes de lotería sin valor rotos por la mitad. El corazón se me escapó del pecho... No me dejó su dirección, yo le di la mía, las cartas son estúpidas, dijo, estaba seguro de que tarde o temprano volveríamos a encontrarnos. Y he aquí una cosa que no consigo explicarme: yo, que estaba dispuesta a seguirlo al fin del mundo, nunca en mi vida he olvidado a alguien tan fácil y rápidamente.