domingo, 31 de enero de 2016

El fin es mi principio


Adaptación del libro de Tiziano Terzani "El fin es mi principio"
Cuando un padre va acercarse el final de su vida, decide reunirse con su hijo para mantener con él unas valiosas conversaciones sobre la vida que ha llevado. Tal como refleja el libro, esta película es el testamento espiritual de un hombre extraordinario que reflexiona sobre las grandes preguntas de la vida.

Ahora


…¡y vive ahora! el pasado es simplemente un recuerdo, no existe. Son tus recuerdos acumulados, reordenados, falseados. Ahora, en cambio, no falseas nada. Lo que esperas del futuro es una caja repleta de ilusiones, vacía. ¿quién te dice que se llenará? `ahora trabajo, luego me jubilaré e iré a pescar.´ ¿quién sabe si aún habrá peces? la vida sucede en este momento y en este momento es cuando uno tiene que saber disfrutar de ella.
Ah, Saskia, es fantástico que hayas venido a verme. Y recuerda: yo estaré aquí. Estaré en el aire. Así que de vez en cuando, si quieres decirme algo, apártate, cierra los ojos y búscame. Hablaremos. Pero no con el lenguaje de las palabras. Con el silencio.

Tiziano Terzani

Fot. Retrato de Tiziano Terzani, anónimo

viernes, 29 de enero de 2016

Escritura


Una forma de felicidad


El verbo leer, como el verbo amar y el verbo soñar, no soporta ‘el modo imperativo’. Yo siempre les aconsejé a mis estudiantes que si un libro los aburre lo dejen; que no lo lean porque es famoso, que no lean un libro porque es moderno, que no lean un libro porque es antiguo. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz.

jueves, 28 de enero de 2016

Silencio


- ¿Qué es? - me dijo.
- ¿Qué es qué? - le pregunté.
- Eso, el ruido ese.
- Es el silencio...

Juan Rulfo Luvina

Fot. Juan Rulfo, Paisajes mexicanos

martes, 26 de enero de 2016

Desesperación


Conozco la desesperación a grandes rasgos. La desesperación no tiene alas, no se sienta necesariamente a una mesa quitada en una terraza, de noche, a la orilla del mar. La desesperación es y no es el retorno de una serie de pequeños hechos como semillas que al caer la noche dejan un surco por otro.

André Breton, El verbo ser

Fot: Ana Tornel

lunes, 25 de enero de 2016

Islas


Nadie comprende a otro. Somos, como dijo el poeta, islas en el mar de la vida; corre entre nosotros el mar que nos define y separa. Por más que un alma se esfuerce por saber lo que es otra alma, no sabrá sino lo que le diga una palabra, sombra disforme en el suelo de su entendimiento. 

El libro del desasosiego de Bernardo Soares
Ed. Seix Barral, 2010
Edición y traducción de Ángel Crespo

domingo, 24 de enero de 2016

Cómo decir


Hay muchas cosas por decir que no sé cómo decir. Faltan las palabras. Pero me niego a inventar otras nuevas: las que existen deben decir lo que se consigue decir y lo que está prohibido.

Clarice Lispector, Agua Viva
Ed. Siruela, 2013
Trad. Elena Losada

sábado, 23 de enero de 2016

Fortuna


Hay hombres para quienes la vida es de una facilidad extraordinaria. Son algo así como una esfera que rueda por un plano inclinado, sin tropiezo, sin dificultad alguna. ¿Es talento, es instinto o es suerte?. Los propios interesados aseguran ser instinto o talento, sus enemigos dicen casualidad, suerte, y esto es más probable que lo otro, porque hay hombres excelentemente dispuestos para la vida, inteligentes, enérgicos, fuertes y que sin embargo, no hacen más que detenerse y tropezar en todo.
Un proverbio vasco dice: «El buen valor asusta a la mala suerte.» Y esto es verdad a veces… cuando se tiene buena suerte…

Pío BarojaZalacaín el aventurero
Ed. Espasa, 1999

Sombra entre sombras


Soñé tanto contigo,
caminé tanto, hablé tanto,
amé tanto tu sombra,
que ya nada me queda de ti.
Sólo me queda ser sombra entre las sombras,
ser cien veces más sombra que la sombra,
ser la sombra que regresará y regresará
a tu vida plena de sol.

Robert Desnos
El último poema
Trad. Carlos Vitale

Fot. Robert Desnos, anónima

viernes, 22 de enero de 2016

La (im)perfección de la (in)felicidad



Tarde o temprano en la vida cada uno descubre que la felicidad perfecta es irrealizable, pero pocos son los que nos detenemos a considerar la antítesis: que la infelicidad perfecta es igual de inalcanzable. Los obstáculos que impiden la realización de estos dos estados extremos son de la misma naturaleza: derivan de nuestra condición humana, que se opone a todo lo infinito. Nuestro cada vez más insuficiente conocimiento del futuro se opone a ello: y esto se llama, en un caso, esperanza y en el otro caso, la incertidumbre del día siguiente. La certeza de la muerte se opone a ello: porque establece un límite en cada alegría, pero también en cada duelo. Las inevitables preocupaciones materiales se oponen a ello: a medida que envenenan toda felicidad duradera, igualmente nos distraen asiduamente de nuestras desgracias y hacen que nuestra conciencia de ellas sea intermitente y por lo tanto, soportable.

Primo LeviSi esto es un hombre
Ed. El Aleph, 2013
Trad. Pilar Gómez Bedate

Saba por Magris


La familiaridad con todas las linfas vitales y corporales, con el fango con el que está amasada la vida y con el que los niños no temen embadurnarse en sus juegos, es algo propio del poeta que ha expresado sin rémoras la antigua ansia, el deseo más acá y más allá del bien y del mal. Saba es el animal que desconoce los pudores y los arrepentimientos del que él mismo habla en una gran poesía de la vejez, la rapaz que se lanza sobre la presa, con una avidez en la que se mezclan ternura, amor, anhelo, brutal voluntad de poder, y la devora sin distinguir el beso del mordisco. Su poesía es grande, de una intensidad y una plenitud rarísima en la lírica del siglo XX, por su tersa y despiadada transparencia que deja traslucir íntegramente el oscuro fondo de la vida y de sus pulsiones, su gracia y su indomable crueldad.

Claudio Magris,  El jardín, relato incluido en  Microcosmos
Ed. Anagrama, 2006,
Trad. J. A. González Sainz.

Fot. Retrato de Umberto Saba, anónimo

jueves, 21 de enero de 2016

Disfraz


Volveré:
Una peluca y una máscara
y el disfraz
que entrega esta ciudad
que me brota
y rodea
y llevo ya un ramaje pesado, 
tantas hojas inútiles.


Fot. Retrato de Betina Edelberg, anónimo

Una llama soy


Una llama soy que vivo
obediente a un fácil soplo,
humilde barro, y al fin
fuego y humo, tierra y polvo.

miércoles, 20 de enero de 2016

Las pequeñas virtudes


Creo que se debe ser muy cauto en prometer y dar premios y castigos. Por que la vida raramente tendrá premios y castigos; en general, los sacrificios no tienen premio alguno, y a menudo las malas acciones no son castigadas, al contrario, son espléndidamente retribuidas en éxito y dinero. Por eso es mejor que los hijos sepan desde la infancia que el bien no recibe recompensa ni el mal castigo y que, no obstante, es preciso amar el bien y odiar el mal; y de esto no es posible dar ninguna explicación lógica.

Natalia Ginzburg, Las pequeñas virtudes
Ed. Acantilado, 2002
Trad. Celia Filipetto

Soledad


Soledad es igual que independencia, la había deseado y conquistado en el transcurso de largos años. Resultaba fría, ¡oh sí!, pero también quieta, maravillosamente quieta y grande como el espacio frío y silencioso en el que giran las estrellas.

Hermann Hesse, El lobo estepario
Ed. Alianza, 1998
Trad. Manuel Manzanares

martes, 19 de enero de 2016

Soledad


Le parecía que la soledad tenía sus cosas buenas, y que rumiar sus propios recuerdos y contarse sandeces a sí mismo no dejaba de ser mejor que la compañía de gente con quien no compartía ni ideas, ni gustos; su deseo de acercamiento, de rozar el codo del vecino, se desvaneció y, una vez más, se repitió la triste verdad: una vez que desaparecen los viejos amigos, hay que hacerse a la idea de no volver a buscar otros, de vivir aparte, de acostumbrarse a la soledad. 

Joris-Karl Huysmans, A la deriva
Ed. Antonio Machado, 2010
Trad. Juan Díaz de Atauri

Fot: Jean-Louis Forain
Retrato de Joris-Karl Huysmans, 1878

Poesía, no


Me preguntan, a veces: “¿Es necesario que un periodista lea poesía?”. Siempre digo que sí, expongo mis razones. Pero ahora me arrepiento. No. Leer poesía no es necesario. Para nadie. De hecho, leer poesía puede hacer que uno tenga una vida mucho peor de la que tendría si no la leyera. Conocen el poema de Kavafis: “No hallarás otra tierra ni otro mar. / La ciudad irá en ti siempre (...) Otra no busques —no la hay (...) / La vida que aquí perdiste / la has destruido en toda la tierra”. ¿Qué es eso sino daño intencional, deliberado? Mi padre me lo leyó cuando ni él ni yo sabíamos quién era el tal Kavafis. Pero entendí el concepto. Y desde entonces no he dejado de vivir bajo el horrible influjo de esa lucidez espantosa: no hay escape, allí donde vayamos nos persigue todo lo que somos. Una vez traté: me fui lejos para arrancarme del cuerpo aquella cosa. Y no hubo alivio: no hubo otra ciudad más que la maldita ciudad interior por la que me arrastraba babeando como un feto sin cáscara. Leer poesía no es necesario. Si uno puede vivir sin preguntarse “¿todo esto para qué?”, mejor seguir así, confortablemente adormecido. El poeta chileno Matías Rivas acaba de publicar Tragedias oportunas. Los poemas del libro hablan de sexo, de amor, de hastío, de la tele, de los hijos. De sexo cansado, de amor cansado, del hastío de la tele y de los hijos. Son el registro de un ojo insomne, lúcido, impiadoso: “La orilla café de la taza no sale con agua caliente. / El borde tiene grabados mis labios, lo que te molesta. / No sé si será posible sacar la mancha con recriminaciones. / Lo cierto es que gotea bajo el colchón toda la noche. / Las frazadas y el cansancio tienen olor a sospecha”. Cuando me preguntan por qué leo poesía digo que sirve, por ejemplo, para aprender economía de recursos. Si yo fuera menos mentirosa diría que leo poesía para que me haga daño: para que me despierte.

Leila Guerriero, Poesía, no.
Crónica para "El País"


lunes, 18 de enero de 2016

La luz impronunciable



Vi la desolación la desamparada 
la desierta soledad

del pájaro

que fue que pudo ser que aguarda
en el fuego
estremecido tembloroso

de tu amor

Tu nombre es un pájaro secreto


Ernesto Kavi
La luz impronunciable

La guarida


La lengua alemana tiene dos palabras que significan "guarida": Höhle y Bau. Palabras opuestas: Höhle designa el espacio vacío, la cavidad, la caverna; Bau se refiere a la guarida en tanto construcción, edificio, articulación del espacio. Para el animal que habla en "La guarida", estas palabras corresponden a dos modos distintos de entender el mismo lugar. Höhle es la guarida como refugio, "agujero de salvamento", pura reacción de terror, tentativa de eludir el contacto con el mundo externo. Mientras que Bau es la guarida en tanto construcción, y tiene un carácter autosuficiente y soberano, preocupado sobre todo de verificar continuamente la propia autosuficiencia y soberanía. Confundir ambos significados es casi ofensivo -y el ignoto animal lo rechaza con desdén: "!Pero la guarida (Bau) no es sólo agujero de salvamento!", dice. En efecto, nunca usa la palabra Höhle para referirse a su guarida. Nadie le inspira un desprecio tan grande como el hipotético animal -seguramente "un horrible harapiento"- que pretendiese "habitar sin construir" en la guarida.

Roberto Calasso, K
Ed. Anagrama, 2006
Trad. Edgardo Dobry

domingo, 17 de enero de 2016

Endimión


Una cosa bella es un goce eterno:
Su hermosura va creciendo
Y jamás caerá en la nada;
Antes conservará para nosotros
Un plácido retiro,
Un sueño lleno de dulces sueños,
La salud, un relajado alentar.
Así, cada mañana trenzamos una
Guirnalda de flores que nos ata a la tierra,
A pesar del desaliento, a la inhumana
Falta de naturalezas nobles,
A los días nublados,
A todos los caminos insanos y lóbregos
Abiertos a nuestra búsqueda:
Si, pese a todo, alguna bella forma
Alza el paño mortuorio
De nuestro espíritu ensombrecido.
Como el sol, la luna, los árboles ancianos y los nuevos
Tendiendo su sombra cálida sobre los rebaños;
Como también los narcisos
Y el universo verde en el que moran,
Y los claros arroyos que fluyendo
Frescos hacia el estío,
Y el claro en medio del bosque
Manchado de rosas silvestres;
Y así el sublime destino
Que imaginamos para los grandes muertos;
Todos los deliciosos cuentos que oímos o leímos:
Fuente eterna de una linfa inmortal
Que cae sobre nosotros desde la orilla del cielo.

Endimión
Ed. Bosch, 2002
Trad. P. L. Ugalde Ramo

Librerías ambulantes

Librerías ambulantes

sábado, 16 de enero de 2016

Devolución


Ya sé, Jacques, que quizá nunca me devuelvas el libro; pero imagina que te lo presté precisamente por esa razón, para que un día llegues a lamentar no habérmelo devuelto. !Ah! entonces podré perdonarte, pero ¿Podrás perdonarte a ti mismo? No sólo por no habérmelo devuelto, sino porque, ya entonces, el libro se habrá convertido en emblema de lo que es imposible devolver.

Malcolm Lowry, Bajo el volcán
E. Tusquets, 1999
Trad. Raúl Ortiz y Ortiz

Fot. Thierry de Cordier

Vuelven las palabras


(...)
En vano vuelven las palabras
pues ellas mismas todavía esperan
la mano que las quiebre y las vacíe
hasta hacerlas ininteligibles y puras
para que de ellas nazca un sentido distinto,
incomprensible y claro
como el amanecer o el despertar.
Acuden insistentes como sordos martillos
nombrando lo nombrado
lo que tal vez nosotros
estábamos llamados a hacer vivir.

José Ángel Valente
Solo el amor

viernes, 15 de enero de 2016

Pido


Prisionera de un pánico invencible,
y aunque sé de la inutilidad de todo sueño,
desde esa cárcel torturante que es la vida,
pido la autonomía total del hombre
y el derecho a no justificar para nada
su existencia.
No conozco la astucia,
no soy como la hoja del chopo
que en oruga se oculta y arracima
antes de dar su tierno cuerpo al viento,
soy clara y sin pudor,
soy entera y tajante,
y no sé seducir.

Palabras, palabras para una rusa


Pocas veces he tratado de cerca a una rusa. Pero una vez, en Moscú, tuve una relación tan íntima que no he lle­gado a olvidarla. La historia empezó con la llegada de unos turistas argentinos. Regresaban al hotel a medianoche, alborotando de­lante de la gran puerta de cristal, y bastó que supieran que era español para molerme con sus abrazos. Les adver­tí que en Rusia no se anduviesen con bromas. No acababa de decirlo cuando apareció una pareja de milicianos. Los gauchos cantaban, bebían de botellines que llevaban en los bolsillos de sus abrigos demasiado delgados, un baila­rín arrastraba los pasos de un tango brindándoselo a los rusos. Vino un coche patrulla. Los policías rusos se man­tenían a una distancia que me pareció diplomática. Si­guieron observando, pero no llegaron a intervenir.
Los argentinos venían a Moscú para un partido de fútbol, y a la mañana siguiente los encontré en el desayu­no, perfectamente sobrios y correctos. Me tocó desayunar con un matrimonio joven y con un profesor de Tucumán que sobre la mesa había puesto una cajetilla de tabaco de su país y un ejemplar de La Nación. Fumamos después del café. La lejanía y el comentario de las noticias nos dejaron unidos, y de allí salió la idea de que aquella misma noche nos fuéramos a un restaurante para continuar la amistad. Yo llevaba en la ciudad más días que ellos. Los guías me habían hablado de un lugar donde nunca falta­ba el stérliad, una variedad famosa del esturión, de mane­ra que les hablé a los argentinos del stérliad como si a mí me hubieran destetado con ahumados y con caviar.
Fue en la avenida Kalinin. En el guardarropa inmen­so parecía que no iba a caber un abrigo más. Pero no dejaba de ser interesante aquella fiesta numerosa donde acabábamos de caer, mientras por fuera de los ventanales  caían cortinas de nieve.
No una, sino tres o cuatro fiestas.
Al fondo del salón comía y bebía la gente porque un camarada profesor de Conservatorio había llegado a la jubilación. En otra zona, apenas marcada por unos biombos, se comía y bebía porque a un camarada obrero especializado lo habían condecorado con una medalla. A no­sotros nos colocaron casi en una boda rusa, parecía que aquella noche no estaba previsto que llegara nadie a ce­nar a su aire... Pegando a nosotros teníamos las mesas adornadas y alegres del casorio, con gentes que se cono­cían y hablaban y bromeaban de mesa a mesa. Si no fuera por esas diferencias ligeras pero inevitables en los trajes, en el corte de pelo, nosotros mismos hubiéramos podido pasar por invitados o parientes, un poco tímidos y lejanos. No nos pusieron el adorno de flores rodeadas de muérdago, que nos hubiera integrado definitivamente. Pero el caviar de esturión y el caviar rojo, los pescados fríos y a la parrilla, el lechón rodeado de rabanitos silves­tres y los pasteles que iban llegando a nuestros manteles, todo el menú yo creo que provenía de aquel Caná esplén­didamente regado, aunque luego nos lo cobraran en nues­tra cuenta...
No se puede vivir una situación así a cara de perro. Nadie sería capaz de comer y beber en un banquete o en sus aledaños sin prestarse a concelebrarlo para los aden­tras del alma. Yo no sé cómo caí en la ocurrencia de sacar mis sentimientos al exterior. A medida que progresaba la sucesión de los platos, y principalmente de las bebidas, los rusos y las rusas arreciaban en sus brindis sencillos pero que sonaban a sincero y noble.
-Priviet!, Priviet! -se escuchaba a nuestro alrede­dor como una consigna.
En el local había una temperatura ensoñadora, como de noche de Nochebuena en nuestra casa lejana... Afuera era la estepa y unos grados por debajo de cero y las calles por donde habían transcurrido las comitivas de los zares y las avanzadas de la revolución... De manera que yo co­pié el brindis sacramental y levanté mi copa (no sé qué número hacía esa copa), en un estado de ánimo que casi me traía lágrimas a los ojos:
-Priviet  Priviet!
Me había olvidado para siempre de los argentinos, che. A mí me interesaban los rusos. Yo quería que los ru­sos y yo y el mundo oriental y el occidental fuésemos feli­ces, me hubiera puesto a besar a todos aquellos hombres y mujeres de aspecto trabajador, generalmente coloradotes... Entonces, con mi copa todavía en alto, me llegó de la mesa de enfrente una simpatía fugaz. Instintivamente supe hacia dónde tenía que mirar. Encontré una sonrisa que ya se estaba cerrando con un gesto temeroso de arre­pentimiento, unos ojos que jugaban al código universal de la mujer que quiere y no quiere. Juro que me replegué con prudencia, convencido de que hay en el mundo sufi­cientes mujeres como para no tener que buscar a las que ruedan acompañadas. Esta de ahora estaba visiblemente asociada a un marido de cara sana y honrada (o sea, una cara de marido), y yo siempre he sentido un gran respeto por este tipo de hombres.
Luego, el ambiente siguió cargándose. Mis ideas eran menos claras, pero al mismo tiempo eran más cabe­zonas. Los gruesos cigarros de Crimea extendían sus ve­los de paraíso artificial sobre el espíritu de los alcoholes, y yo me sentía ensimismado, pero también exaltado, con el sonar nostálgico de las balalaicas. Porque supongo que serían balalaicas aquellas guitarrillas triangulares que con tan pocas cuerdas nos bañaban en un río de olvidos. Cuando los comensales más folklóricos se habían desfo­gado con las danzas típicas y la orquesta de señoritas (o de matronas) empezó con los bailes de sociedad, cuando vi que salían al ruedo parejas de chica con chica como en mi pueblo y me aseguré de que era costumbre el cederse la pareja o sacar a la mujer del vecino, todo tan bien in­tencionado y fraterno, no supe resistir el embrujo lento de los violines y como si llevara a un extraño dentro de mi traje cruzado a rayas me vi marchando hacia la mesa de la desconocida, que acaso había decidido olvidarme...
Todavía tuve un amago de reflexión.
Fue cosa de unos segundos. El pensamiento que me vino fue el de pedir fuego para el cigarro, la más estólida y universal de las aproximaciones. Ahora estaría contán­dolo con mucha vergüenza. No pedí fuego sino que esbocé un saludo que abarcase a los diez o doce convidados del grupo, que no sé si serían del novio o de la novia.
-Buenas noches, con permiso -algo así les dije a los camaradas invitados, en el mismo castellano que si le hablara a gente de Madrid.
Los vi callarse en seco. Los vi mirar hacia cualquier parte, una señora se echó el chal sobre los hombros como si acabaran de abrir una puerta que diera a la calle. Yo sostuve el tipo como un caballero español que no tiene nada que reprocharse. Esto hizo que los rusos reacciona­ran, hubo sonrisas tímidas, luego fueron caras divertidas y hasta bondadosas. Es verdad que los rusos son reserva­dos con los extranjeros. Pero serviciales. Recuerdo una viajera que en la estación de Mayakóvskaya me sujetó para que no me partiera los huesos en una escalera ro­dante:
-BEREGUIS! BEREGUIS! -o un aviso parecido que yo imaginé en letreros con letras rojas y mayúsculas.
Aquella del Metro vestía un traje sastre algo varonil, y la fuerza de sus músculos no viviré yo bastantes años, para agradecerla... Pero me estoy alejando de lo suave y lo dulce que iba a tener en mis brazos, al compás de un blues o como se diga en ese otro mundo de los comunis­tas, tan diferente, tan parecido al nuestro. Ya he dicho que los de la boda empezaban a mirarme bien. La mujer de mi obstinación se había quedado perpleja cuando des­pués de la cortesía general al grupo me incliné mirándola en una petición inequívoca. Casi aterrada, pero conmovi­da, así es, discretamente conmovida, esbozó una negativa cortés. Entonces ocurrió el gesto abierto y civilizado del marido que la autorizaba e incluso la animaba con una afirmación de la cabeza que no necesitaba palabras.
Accedió perezosamente. Se puso de pie, y un momen­to sonrió a sus acompañantes como diciendo qué otra cosa puede hacerse con un forastero. Llevaba un vestido sedoso y negro, modesto pero distinguido, se me ocurrió que no procedía de los almacenes del Estado y que acaso se lo hu­biese hecho ella misma. Entonces la conduje hacia la pista, tan llena que apenas podía verse el mármol suntuoso so­bre el que bailaban las parejas. Nos enlazamos con caute­la. A mí me bastaron los primeros pasos para saber que la mujer era falsamente delgada, honesta, y probablemente sensible. Bailábamos como quería San Ambrosio, o sea que un carro cargado de hierba pudiera pasar por entre nuestros cuerpos. Podía mirarla a la cara, pero la rusa, en­tonces, sentía una curiosidad urgente por las otras gentes o por las lámparas o lo que fuera, con tal de no tropezarse con mis ojos. La verdad es que yo no tenía más deseos que la admiración decente de aquella belleza delicada, cómo iba a imaginarme que llegaríamos a lo que luego llegamos.
Me parece que empecé hablándole de la concurren­cia tan alegre del restaurante, del frío que había llegado de repente a Moscú, de cosas sin importancia.
Le hablaba despacio. Le hablaba reclaro. Ella ense­ñaba una sonrisa cobarde y ladeada, y con un movimien­to de la cabeza negaba toda posibilidad de entenderme. No importa, le hice saber no sé de qué manera.
Poco a poco dejó de negar y yo vi que empezaba a prenderse en el hilo de las palabras. Alguna vez me han dicho que tengo una voz grave y sonora, próxima a lo abacial -no sé si me elogian-, incluso a lo enfático. Yo no sabría decirlo, porque nadie escucha su propia voz. Luego, en el excitante ambiente del lugar bastaba una leve intención artera para que las palabras se vieran real­zadas por el misterio... Sin forzar las cosas, nuestros cuerpos mortales se acercaron un poco, pero sin llegar al protagonismo.
Fue entonces cuando empecé a ser claramente consciente de mis armas. Me puse a inventar cadencias; ex­plotaba las pausas entre frase y frase, como se gobiernan los tiempos del amor cuando se tiene a una mujer para toda una noche hermosa. Nadie en el mundo que nos vie­ra bailando hubiera podido tacharnos de promiscuidad, ni siquiera de inconveniencia. Pero yo veía subir a mi compañera por una escala de emociones que se le refleja­ban en el rostro huidizo, en el ritmo de la respiración so­focada... Ahora me convenía descuidarme totalmente de los significados, concentrarme en el hálito que se des­prendía de las palabras como una caricia o un veneno. Se me ocurrió recitarle la Salve, que es la única oración que recuerdo de cuando yo era bueno. «Reina y madre / de misericordia... / vida y dulzura... / esperanza nuestra...» Jamás hubiera sospechado la eficacia de este invento pia­doso. Mi amiga, mi dulce amiga, no podía descifrar «en este valle de lágrimas», y sin embargo sus ojos verdosos se humedecieron. Yo le enseñé a que nos comunicáramos con la presión solapada de las manos, y me alegré porque la orquesta no hacía ninguna pausa, era como nuestras orquestas de los veranos que tocaban series muy largas. El caso es que no se me acabara la cuerda. Hubiera queri­do recordar todas las oraciones de la catequesis. Debí de asociar la catequesis con la escuela y encontré como un tesoro la tabla de multiplicar -tres por una es tres; tres por dos, seis; tres por tres, nueve-, y ella dejándose mecer -cinco por cuatro, veinte; cinco por cinco, veinticinco; cinco por seis, treinta, hasta que me atasqué en la tabla del 7.
Aquel desfallecimiento lo empleé en hacerme figuraciones sobre esta mujer, porque me moriré sin saber su nombre, su profesión, el origen de aquella tristeza vaga de sus ojos. En vano intenté ponerle el guardapolvo de una fábrica, la bata blanca de un laboratorio, porque nada podía quitarle su aire de dama romántica de una novela de Tolstoi o de un poema de Puchkin.
¡Pero cómo no se me había ocurrido antes lo de los poemas! La inspiración me llegó en el momento justo cuando la Karenina o como se llamara recuperaba la ti­bieza inicial y un aflojamiento de su mano me estaba di­ciendo que debíamos volver a nuestras mesas tan separadas como nuestros mundos. Yo no la solté. La orquesta tocaba las mismas piezas sentimentales que se oían en Pasapoga en los años 50, y despacio, sobre la música de fondo, empecé con La casada infiel. Volvió la tensión, oculta a soldarnos con más fuerza que antes, ahora an­gustiosamente, como si ella y yo supiéramos que esta lo­cura estaba a punto de terminar. Menos mal que sé poesías de Lorca, de don José Zorrilla, de Garciasol... Mi compañera entornaba los ojos. No habíamos llegado al clímax, pero yo lo auguraba próximo, gracias a esas antenas erectas y sensibles que son cualidad del amante...
La llave la tenía un poeta que se llama Crémer.
-«Qué cercano a las nubes ese límite de fuego» -me escuché decir, imparable en mi determinación-. «Bajo la bóveda sombría arde la catedral. / Cuatro farolas la guardan / con verdes ojeras de soledad / y lentos ríos de sombra / avanzan por calles de cristal / con lunas como cu­chillos / resplandeciendo en el fondo del mar.»
Con la lucidez de un viejo sátiro que experimentara sobre una doncella llegué a advertir que mi pareja me clavaba sus uñas afiladas al caer de los versos pares, allí donde el acento hace agudas como lanzas a las palabras. Y cuando «Un desnudo viento arranca / hebras de serenidad / a los rostros de piedra y de lluvia / de San Pedro y de San Juan», mi rusa, mi amor, entregó ese gemido an­helante de la hembra que ya no puede más. Entonces rompió su silencio de palabras y yo escuché la súplica que me sonó como un grito, aunque ella lo dijera como un susurro para mí solo:
-Niet, niet.
O sea  -era fácil de traducir-: «No, no, basta ya, por favor, usted y yo hemos ido demasiado lejos.»
Se soltó de mi abrazo, que no había dejado de ser un abrazo de salón a los ojos de todos, y yo la seguí hasta su mesa, a donde llegó astutamente recobrada de su aventura y con el rostro más inocente del mundo. Deseché el továrisch (camarada) que me habían enseñado en ruso.
-Gospoyá... -o sea, señora, agradecí inclinándome como si estuviéramos en el casino de Palencia.
Y al marido:
-Gospodín... -que quiere decir señor.

Antonio PereiraPalabras, palabras para una rusa

jueves, 14 de enero de 2016

El río de las contemplaciones


Qué vida nos han dado los dioses, circundada de dolor y placer (…) Es demasiado extraña para el pesar, y también demasiado extraña para el regocijo. A ratos parece superficial, aunque intrincada como un laberinto cretense, y luego, de nuevo, es un abismo intransitable. No digas que la naturaleza es trivial, pues mañana será radiante y bella.

Ed. Capitán Swing
Trad. Ernesto Estrella

Ilustración de A. Dan

miércoles, 13 de enero de 2016

Yo estaré en tu pensamiento


Yo estaré en tu pensamiento,
no seré más que una sombra imprecisa;
habré existido en un instante
en que la alegría y la piedad ardían en tus ojos.
Pero también quiero permanecer desconocido en ti.
Desconocido. Simplemente envuelto en tu felicidad.
Tú distraída en tu luz y yo apenas viviente en ella,
y así, imperceptiblemente amado
esperar la desaparición.
Aunque quizá estamos ya separados por un hilo de sombra
y cada uno está en su propia luz
y la mía es la que tú vas abandonando.

Yo estaré en tu pensamiento
Incluido en Cecilia
Ed. FCE, 2007

martes, 12 de enero de 2016

EL ser humano


El hombre no es ni una piedra ni una planta, y no puede justificarse a sí mismo por su mera presencia en el mundo. El hombre es hombre sólo por su negación a permanecer pasivo, por el impulso que lo proyecta desde el presente hacia el futuro y lo dirige hacía cosas con el propósito de dominarlas y darles forma. Para el hombre, existir significa remodelar la existencia. Vivir es la voluntad de vivir.

Simone de Beauvoir
El segundo sexo
Ed. Cátedra. 2005
Trad. Alicia Martorell

Fot. Denise Bellon
Simone de Beauvoir, Paris, 1930s

Arte y placer según Pessoa


El arte nos libra ilusoriamente de la sordidez de ser (…) El amor, el sueño, las drogas y sustancias tóxicas son formas elementales del arte, o mejor, de producir sus mismos efectos. Pero amor, sueño y drogas tienen cada uno de ellos su desilusión. El amor harta o desengaña. Del sueño se despierta, y mientras se durmió, no se vivió. Las drogas se pagan con la ruina del mismo físico al que sirvieron de estimulante. Pero en el arte no hay desilusión porque la ilusión se presupuso ya desde el principio. Del arte no existe un despertar, porque en él no dormimos, aunque hayamos soñado. En el arte no hay tributo o multa que pagar por haberlo disfrutado. El placer que el arte nos ofrece, como en cierta manera no es nuestro, no tenemos que pagarlo o arrepentirnos de él. Por arte se entiende todo lo que nos deleita sin ser nuestro: el rastro de unos pasos, la sonrisa que a alguien regalamos, el ocaso, el poema, el universo objetivo. Poseer es perder. Sentir sin poseer es guardar, porque es extraerle a una cosa su esencia.

Ed. Seix Barral, 2010
Edición y traducción de Ángel Crespo

Fot. Dave King  Collodion photography

lunes, 11 de enero de 2016

Palabras


Las palabras son los meros espejos de nuestro descontento; contienen los enormes huevos no incubados de todas las penas del mundo. Acaso sea más sencillo repetir en voz muy baja algunos versos de un poema griego, escritos una vez a la sombra de una vela, en un sediento promontorio de Bizancio. Algo así como.....

Pan negro, agua clara, aire azul.
Un cuello sereno de belleza incomparable.
Espíritu unido con espíritu.
Ojos cerrados dulcemente sobre ojos.
Pestañas trémulas, cuerpos desnudos.

Sin embargo, al traducirlas las palabras no expresan bien el sentido; y a menos que se las escuche en griego, palabra lenta tras palabra lenta, pronunciadas por una boca que se ha tornado nuestra por la tierna magulladura de besos interminables, nunca serán otra cosa que fotografías opacas y sin encanto de una realidad que nada tiene que ver con el reino de la verdadera poesía.

Ed. Edhasa, 2008
Trad. Matilde Horne

Fot. Ernst Baumann
Evening on Lake Zell, 1938

Soltería


domingo, 10 de enero de 2016

Mijaíl Bulgákov y León Tolstói

Quiero


Escondida en los silenciosos bosques del norte del Estado de Nueva York, se encuentra Hemmelig Rom, una acogedora cabaña equipada con su propia biblioteca privada.

El sueño de un ratón de biblioteca hecho realidad, el apartado edificio, cuyo nombre se traduce como "cuarto secreto" en Noruego, fue diseñada por Studio Padron en colaboración con Smith Design Office, como un magnífico pabellón de huéspedes para una cercana casa de vacaciones.

Artículo completo con más fotografías.
Fuente: culturainquieta.com

sábado, 9 de enero de 2016

Aparte


(…) Pensé que encontraría trabajo en una gasolinera poniendo a los coches aceite y gasolina. Pero la verdad es que no me importaba qué clase de trabajo fuera con tal de que nadie me conociera y yo no conociera a nadie. Lo que haría sería hacerme pasar por sordomudo y así no tendría que hablar. Si querían decirme algo, tendrían que escribirlo en un papelito y enseñármelo. Al final se hartarían y ya no tendría que hablar el resto de mi vida. Pensarían que era un pobre hombre y me dejarían en paz. Yo les llenaría los depósitos de gasolina, ellos me pagarían, y con el dinero me construiría una cabaña en algún sitio y pasaría allí el resto de mi vida. La levantaría cerca del bosque, pero no entre los árboles, porque quería ver el sol todo el tiempo. Me haría la comida, y luego, si me daba la gana de casarme, conocería a una chica guapísima que sería también sordomuda y nos casaríamos. Vendría a vivir a la cabaña conmigo y si quería decirme algo tendría que escribirlo como todo el mundo. Si llegábamos a tener hijos, los esconderíamos en alguna parte. Compraríamos un montón de libros y les enseñaríamos a leer y escribir nosotros solos.

J. D. Salinger,
El guardián entre el centeno
Ed. Alianza, 2010
Trad. Carmen Criado Fernández

Ilustración: Louise Bourgeois

Cartas a Milena


Franz Kafka
Cartas a Milena
Ed. Alianza, 2010
Trad. Carmen Gauger

viernes, 8 de enero de 2016

Palabras


Pienso que las palabras hay que conquistarlas, viviéndolas. (...) Yo he conquistado ya mi pobreza, yo he reconocido, entre miles, las nueve o diez palabras que se llevan bien con mi corazón.

Jorge Luis Borges
Inquisiciones
Ed Alianza, 1998

Objeto de deseo

Alejandra Pizarnik, Poesía completa, Lumen

Este jueves llega a las librerías españolas la obra poética completa de una de las escritoras más emblemáticas de la segunda mitad del siglo XX: la controvertida, polémica y malograda Alejandra Pizarnik.

Alejandra Pizarnik es una figura de culto de las letras hispanas y una autora que se internó por infiernos raramente visitados por la literatura española. Su poesía se caracteriza por un hondo intimismo y una severa sensualidad o, en palabras de Octavio Paz, la obra de Pizarnik lleva a cabo una «cristalización verbal por amalgama de insomnio pasional y lucidez meridiana en una disolución de realidad sometida a las más altas temperaturas».

Esta edición, a cargo de Ana Becciu, incluye los libros de poemas editados en vida de la autora y los poemas inéditos compilados a partir de manuscritos.

jueves, 7 de enero de 2016

W. G. Sebald


Hoy cuando, cientos de miles de refugiados, desplazados, emigrantes se agolpan en los bordes orientales y sur de Europa, hoy vamos a convertir a W.G. Sebald en una pasión.

Es un escritor sin géneros o con un género propio, pero así como abrió caminos a la ficción contemporánea, también se alimentó en gran medida de una tradición que se pierde en los orígenes de la historia. Viaje y dolor, observación y camino. Robert Walser y John Berger y William T. Vollmann: el extrañamiento y el compromiso. Tantas maneras de pintar la pasión hacia un escritor sin pasiones.

Artículo completo de Miguel Lorenzo en lecturassumergidas

Precio


[…] estaba tendido desnudo y miraba el techo, la rubia acostada a mi lado, miraba igualmente el techo, y de buenas a primeras me levanté y saqué del florero una peonía y quitándole los pétalos, cubrí el vientre de la señorita, todo él, aquello era tan hermoso que me sorprendí y la señorita se levantaba y miraba también su propio vientre, pero las peonías se caían, así que la volví a acostar tiernamente, para que quedase tendida, y fui a coger un espejo colgado de una escarpia y lo puse de tal manera que la señorita pudiese ver qué hermoso era su vientre decorado con los pétalos de peonías, le dije que sería hermoso, que siempre que viniese y hubiera flores a mano, le cubriría la tripita con ellas, y ella dijo que esto aún no le había sucedido nunca, semejante honor a su belleza, y me dijo también que se había enamorado de mí por aquellas flores y yo le dije que sería hermoso que, cuando en Navidades cortase ramitas de abeto, le cubriese la tripita con aquellas ramitas, y ella dijo que sería más hermoso si le decorase el vientre con muérdago, pero que lo mejor de todo sería, y esto lo tenía que encargar, que hubiese un espejo colgado desde el techo justo sobre el canapé, para que nos viésemos acostados, sobre todo ella, para que pudiera contemplar qué hermosa es cuando está desnuda con la corona de flores en torno al conejito, corona de flores que variaría según las estaciones del año y las flores típicas de cada mes, qué hermoso sería cuando más adelante la cubriera con margaritas y lagrimitas de la Virgen María, crisantemos y dalias y también con hojas de colores otoñales… y entonces yo me levanté y la abracé y me sentía grande […] comprendí que con dinero no sólo puede adquirirse una bella muchacha, sino que con dinero también es posible comprar poesía.

Bohumil Hrabal
Yo que he servido al rey de Inglaterra
Ed. Destino, 2004
Trad. Jitka Mlejnková y Alberto Ortiz

miércoles, 6 de enero de 2016

Sefiní


Basta por esta noche cierro
la puerta me pongo 
el saco guardo 
los papelitos donde
no hago sino hablar de ti
mentir sobre tu paradero
cuerpo que me has de temblar.

Juan Gelman
Sefiní

Iris Murdoch


El amor es la comprensión extremadamente difícil de que algo distinto a uno mismo es real. El amor, como el arte y la moral, es el descubrimiento de la realidad.

Iris Murdoch,
The sublime and the Good

Fot. Ida Kar, Retrato de Iris Murdoch, 1957

martes, 5 de enero de 2016

Amelia Van Buren


Thomas Eakins, Retrato de Amelia Van Buren 1891

Elogio de la sombra


En Occidente, el más poderoso aliado de la belleza ha sido siempre la luz. En cambio, en la estética tradicional japonesa lo esencial es captar el enigma de la sombra. Lo bello no es una sustancia en sí sino un juego de claroscuros producido por la yuxtaposición de las diferentes sustancias que va formando el juego sutil de las modulaciones de la sombra. Lo mismo que una piedra fosforescente en la oscuridad pierde toda su fascinante sensación de joya preciosa si fuera expuesta a plena luz, la belleza pierde toda su existencia si se suprimen los efectos de la sombra.

Junichiro Tanizaki, El elogio de la sombra
Ed. Siruela, 2016
Traducción: Julia Escobar

lunes, 4 de enero de 2016

María Zambrano: “Por qué se escribe”



Escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable, en que, precisamente, por la lejanía de toda cosa concreta se hace posible un descubrimiento de relaciones entre ellas.

Pero es una soledad que necesita ser defendida, que es lo mismo que necesitar de una justificación. El escritor defiende su soledad, mostrando lo que en ella y únicamente en ella, encuentra.

Habiendo un hablar, ¿por qué el escribir? Pero lo inmediato, lo que brota de nuestra espontaneidad, es algo de lo que íntegramente no nos hacemos responsables, porque no brota de la totalidad íntegra de nuestra persona; es una reacción siempre urgente, apremiante. Hablamos porque algo nos apremia y el apremio llega de fuera, de una trampa en que las circunstancias pretenden cazarnos, y la palabra nos libra de ella. Por la palabra nos hacemos libres, libres del momento, de la circunstancia apremiante e instantánea. Pero la palabra no nos recoge, ni por tanto, nos crea y, por el contrario, el mucho uso de ella produce siempre una disgregación; vencemos por la palabra al momento y luego somos vencidos por él, por la sucesión de ellos que van llevándose nuestro ataque sin dejarnos responder. Es una continua victoria que al fin se transmuta en derrota.

Y de esta derrota, derrota íntima, humana, no de un hombre particular, sino del ser humano, nace la exigencia de escribir. Se escribe para reconquistar la derrota sufrida siempre que hemos hablado largamente.

Y la victoria sólo puede darse allí donde ha sido sufrida la derrota, en las mismas palabras. Estas mismas palabras tendrán ahora en el escribir distinta función; no estarán al servicio del momento opresor; ya no servirán para justificarnos ante el ataque de lo momentáneo, sino que, partiendo del centro de nuestro ser en recogimiento, irán a defendernos ante la totalidad de los momentos, ante la totalidad de las circunstancias, ante la vida íntegra.

Hay en el escribir siempre un retener las palabras, como en el hablar hay un soltarlas, un desprenderse de ellas, que puede ser un ir desprendiéndose ellas de nosotros. Al escribir se retienen las palabras, se hacen propias, sujetas a ritmo, selladas por el dominio humano de quien así las maneja. Y esto, independientemente de que el escritor se preocupe de las palabras y con plena conciencia las elija y coloque en un orden racional, esto es, sabido. Lejos de ello, basta con ser escritor, con escribir por esta íntima necesidad de librarse de las palabras, de vencer en su totalidad la derrota sufrida, para que esta retención de las palabras se verifique. Esta voluntad de retención se encuentra ya al principio, en la raíz del acto mismo de escribir y permanentemente le acompaña. Las palabras van así cayendo, precisas, en un proceso de reconciliación del hombre que las suelta reteniéndolas, de quien las dice en comedida generosidad.

Toda victoria humana ha de ser reconciliación, reencuentro de una perdida amistad, reafirmación después de un desastre en que el hombre ha sido la víctima; victoria en que no podría existir humillación del contrario, porque ya no sería victoria, esto es, gloria para el hombre.

Y así, el escritor busca la gloria, la gloria de una reconciliación con las palabras, anteriores tiranas de su potencia de comunicación. Victoria de un poder de comunicar. Porque no sólo ejercita el escritor un derecho requerido por su atenazante necesidad, sino un poder, potencia de comunicación, que acrecienta su humanidad, que lleva la humanidad del hombre a límites recién descubiertos, a límites de la hombría, del ser hombre, que va ganando terreno al mundo de lo inhumano, que sin cesar le presenta combate. A este combate del hombre con lo inhumano, acude el escritor, venciendo en un glorioso encuentro de reconciliación con las tantas veces traidoras palabras. Salvar a las palabras de su vanidad, de su vacuidad, endureciéndolas, forjándolas perdurablemente, es tras de lo que corre, aun sin saberlo, quien de veras escribe.

Porque hay un escribir hablando, el que escribe “como si hablara”; y ya este “como si” es para hacer desconfiar, pues la razón de ser algo ha de ser razón de ser esto y sólo esto. Y el hacer una cosa “como si” fuese otra, le resta y socava todo su sentido, y pone en entredicho su necesidad.

Escribir viene a ser lo contrario de hablar; se habla por necesidad momentánea inmediata y al hablar nos hacemos prisioneros de lo que hemos pronunciado, mientras que en el escribir se halla liberación y perdurabilidad -sólo se encuentra liberación cuando arribamos a algo permanente-. Salvar a las palabras de su momentaneidad, de su ser transitorio, y conducirlas en nuestra reconciliación hacia lo perdurable es el oficio del que escribe.

Mas las palabras dicen algo. ¿Qué es lo que quiere decir el escritor y para qué quiere decirlo? ¿Para qué y para quién?

Quiere decir el secreto; lo que no puede decirse con la voz por ser demasiado verdad; y las grandes verdades no suelen decirse hablando. La verdad de lo que pasa en el secreto seno del tiempo, en el silencio de las vidas, y que no puede decirse. “Hay cosas que no pueden decirse”, y es cierto. Pero esto que no puede decirse, es lo que se tienen que escribir.

Descubrir el secreto y comunicarlo, son los dos acicates que mueven al escritor. El secreto se revela al escritor mientras lo escribe y no si lo habla. El hablar sólo dice secretos en el éxtasis, fuera del tiempo, en la poesía. La poesía es secreto hablado, que necesita escribirse para fijarse, pero no para producirse. El poeta dice con su voz la poesía, el poeta tiene siempre voz, canta dice o llora su secreto. El poeta habla, reteniendo en el decir, midiendo y creando en el decir con su voz las palabras. Se rescata de ellas sin hacerlas enmudecer, sin reducirlas al solo mundo visible, sin borrarlas del sonido. La poesía descubre con la voz el secreto. Pero el escritor lo graba, lo fija ya sin voz. Y es porque su soledad es otra que la del poeta. En su soledad se le descubre al escritor el secreto, no del todo, sino en un devenir progresivo. Va descubriendo el secreto en el aire y necesita ir fijando su trazo para acabar al fin por abarcar la totalidad de su figura… Y esto, aunque posea un esquema previo a la última realización. El esquema mismo ya dice que ha sido preciso irlo fijando en una figura; irlo recogiendo trazo a trazo.

Afán de desvelar y afán irreprimible de comunicar lo desvelado; doble tábano que persiguen al hombre, haciendo de él un escritor. ¿Qué doble sed es ésta? ¿Qué ser incompleto es éste que produce en sí esta sed que sólo escribiendo se sacia? ¿Sólo escribiendo? No; sólo por el escribir; pues lo que persigue el escritor, ¿es lo escrito, o algo que por lo escrito se consigue?

El escritor sale de su soledad a comunicar el secreto. Luego ya no es el secreto mismo conocido por él lo que le colma, puesto que necesita comunicarle. ¿Será esta comunicación? Si es ella, el acto de escribir es sólo medio, y lo escrito, el instrumento forjado. Pero caracteriza el instrumento el que se forja en vista de algo, y ese algo es lo que presta su nobleza y esplendor. Es noble la espada por estar hecha para el combate, y su nobleza crece si la mano de obra la forjó con primor, sin que esta belleza de forma socave el primer sentido: el estar formada para la lucha.

Lo escrito es igualmente un instrumento para este ansia incontenible de comunicar, de “publicar” el secreto encontrado, y lo que tiene de belleza formal no puede restarle su primer sentido; el de producir un efecto, el hacer que alguien se entere de algo.

Un libro, mientras no se lee, es solamente un ser en potencia, tan en potencia como una bomba que no ha estallado. Y todo libro ha de tener algo de bomba, de acontecimiento que al suceder amenaza y pone en evidencia, aunque sólo sea con su temblor, a la falsedad.

Como quien pone una bomba, el escritor arroja fuera de sí, de su mundo y, por tanto, de su ambiente controlable, el secreto hallado. No sabe el efecto que va a causar, qué va a seguir de su revelación, ni puede con su voluntad dominarlo. Por eso es un acto de fe, como el poner una bomba o el prender fuego a una ciudad; es un acto de fe como lanzarse a algo cuya trayectoria no es por nosotros dominable.

Puro acto de fe el escribir, y más, porque el secreto revelado no deja de serlo para quien lo comunica escribiéndolo. El secreto se muestra al escritor, pero no se le hace explicable; es decir, no deja de ser secreto para él primero que para nadie, y tal vez para él únicamente, pues el sino de todo aquel que primeramente tropieza con una verdad es encontrarla para mostrarla a los demás y que sean ellos, su público, quienes desentrañen su sentido.

Acto de fe el escribir, y como toda fe, de fidelidad. El escritor pide la fidelidad antes que cosa alguna. Ser fiel a aquello que pide ser sacado del silencio. Una mala trascripción, una interferencia de las pasiones del hombre que es escritor destruirían la fidelidad debida. Y así hay el escritor opaco, que pone sus pasiones entre la verdad transcrita y aquellos a quienes va a comunicársela.

Y es que el escritor no ha de ponerse a sí mismo, aunque sea de sí de donde saque lo que escribe. Sacar de sí mismo es todo lo contrario que ponerse a sí mismo. Y si el sacar de sí con seguro pulso la fiel imagen da transparencia a la verdad de lo escrito, el poner con vacua inconsciencia las propias pasiones delante de la verdad, la empaña y oscurece.

Fidelidad que, para lograrse, exige una total purificación de las pasiones, que han de acallarse para hacer sitio a la verdad. La verdad necesita de un gran vacío, de un silencio donde pueda aposentarse, sin que ninguna otra presencia se entremezcle con la suya, desfigurándola. El que escribe, mientras lo hace necesita acallar sus pasiones y, sobre todo, su vanidad. La vanidad es una hinchazón de algo que no ha logrado ser y se hincha para recubrir su interior vacío. El escritor vanidoso dirá todo lo que debe callarse por su falta de entidad, todo lo que por no ser verdaderamente no debe ser puesto de manifiesto, y por decirlo, callará lo que debe ser manifestado, lo callará o lo desfigurará por su intromisión vanidosa.

La fidelidad crea en quien la guarda la solidez, la integridad de ser uno mismo. La fidelidad excluye la vanidad, que es apoyarse en lo que no es, en lo que es verdad. Y esta verdad es lo que ordena las pasiones, sin arrancarlas de raíz, las hace servir, las pone en su sitio, en el único desde el cual sostienen el edificio de la persona moral que con ellas se forma, por obra de la fidelidad a lo que es verdadero.

Así, el ser del hombre escritor se forma en esta fidelidad con que transcribe el secreto que publica, siendo fiel espejo de su figura, sin permitir la vanidad que proyecte su sombra, desfigurándola.

Porque si el escritor revela el secreto no es por obra de su voluntad, ni de su apetito de aparecer él tal cual es (es decir, tal cual no logra ser) ante el público. Es que existen secretos que exigen ellos mismos ser revelados, publicados.

Lo que se publica es para algo, para que alguien, uno o muchos, al saberlo, vivan sabiéndolo, para que vivan de otro modo después de haberlo sabido; para librar a alguien de la cárcel de la mentira, o de las nieblas del tedio, que es la mentira vital. Pero a este resultado no puede tal vez llegarse cuando es querido por sí mismo, filantrópicamente. Libera aquello que, independientemente de que lo pretenda o no, tenga poder para ello, y por el contrario, sin este poder de nada sirve pretenderlo. Hay un amor impotente que se llama filantropía. “Sin la caridad, la fe que transporta las montañas no sirve de nada”, dice San Pablo, pero también: “La caridad es el amor de Dios”.

Sin fe, la caridad desciende a impotente afán de liberar a nuestros semejantes de una cárcel, cuya salida ni tan siquiera presentimos, en cuya salida tan ni siquiera creemos. Sólo da la libertad quien es libre. “La verdad os hará libres”. La verdad, obtenida mediante la fidelidad purificadora del hombre que escribe.

Hay secretos que requieren ser publicados y ellos son los que visitan al escritor aprovechando su soledad, su efectivo aislamiento, que le hace tener sed. Un ser sediento y solitario necesita el secreto para posarse sobre él, pidiéndole, al darle su presencia progresivamente, que la vaya fijando, por palabra, en trazos permanentes.

Solitario de sí y de los hombres y también de las cosas, pues sólo en soledad se siente la sed de verdad que colma la vida humana. Sed también de rescate, de victoria sobre las palabras que se nos han escapado traicionándonos. Sed de vencer por la palabra los instantes vacíos, idos, el fracaso incesante de dejarnos ir por el tiempo.

En esta soledad sedienta, la verdad aun oculta aparece, y es ella, ella misma la que requiere ser puesta de manifiesto. Quien ha ido progresivamente viéndola, no la conoce si no la escribe, y la escribe para que los demás la conozcan. Es que en rigor si se muestra a él, no es a él, en cuanto a individuo determinado, sino en cuanto individuo del mismo género de los que deben conocerla, y se muestra a él, aprovechando su soledad y ansia, su acallamiento de la algarabía de las pasiones. Pero no es a él a quien se le muestra propiamente, pues si el escritor conoce según escribe y escribe ya para comunicar a los demás el secreto hallado, a 6 quien en verdad se muestra es a esta conjunción de una persona que dice a otras, a esta comunicación, comunidad espiritual del escritor con su público.

Y esta comunicación de lo oculto, que a todos se hace mediante el escritor, es la gloria, la gloria que es la manifestación de la verdad oculta hasta el presente, que dilatará los instantes transfigurando las vidas. Es la gloria que el escritor espera aún sin decírselo y que logra, cuando escuchando en su soledad sedienta con fe, sabe transcribir fielmente el secreto desvelado. Gloria de la que es sujeto recipiendario después del activo martirio de perseguir, capturar y retener las palabras para ajustarlas a la verdad. Por esta búsqueda heroica recae la gloria sobre la cabeza del escritor, se refleja sobre ella. Pero la gloria es en rigor de todos; se manifiesta en la comunidad espiritual del escritor con su público y la traspasa.

Comunidad de escritor y público que, en contra de lo que primeramente se cree, no se forma después de que el público ha leído la obra publicada, sino antes, en el acto mismo de escribir el escritor su obra. Es entonces, al hacerse patente el secreto, cuando se crea esta comunidad del escritor con su público. El público existe antes de que la obra haya sido o no leída, existe desde el comienzo de la obra, coexiste con ella y con el escritor en cuanto a tal. Y sólo llegarán a tener público, en la realidad, aquellas obras que ya lo tuvieren desde un principio. Y así el escritor no necesita hacerse cuestión de la existencia de ese público, puesto que existe con él desde que comenzó a escribir. Y eso es su gloria, que siempre llega respondiendo a quien no la ha buscado ni deseado, aunque sí la presente y espere para transmutar con ella la multiplicidad del tiempo, ido, perdido, por un solo instante, único, compacto y eterno.

María Zambrano  Hacia un saber sobre el alma
Ed. Alianza, 2004

Fot. Retrato de María Zambrano, anónimo