lunes, 13 de noviembre de 2017

El pescador


El pescador

Se calienta las manos con el aliento, mientras sostiene la pértiga y no logra deshelarlas, la barca va colmada de fría luz lunar que se refleja en la nieve, confusa.
El pintor no sabe del sufrimiento del pescador; le gusta crear pinturas de pesca en la nieve con el río congelado.

Sun Chengzong, (1563-1638)

Fot. Don Hong-Oai
Spring on the River Li, Guilin 1990

Los ruidos


Los ruidos

Cuando uno se ha sumergido largos días en las cosas, 
pasando los ojos por las aristas de los muebles, 
por las superficies;
cuando uno ha estado largo rato detenido
en cualquier lugar de tránsito, un pasillo,
o en el cuarto de baño, de pie, frente al espejo,
contemplando vagamente 
el blanco del lavabo,
sin pensar en realidad en nada,
inmerso en los rumores que van llegando:
una moto lejana,
una puerta metálica, al cerrarse,
el melancólico silbo del tren;
uno se dice: esto... Yo..., a palpas,
con un velo en los ojos, tal vez abiertos
a un mundo más lejano, 
como un radar orientado
a lo más decisivo: el vago gesto
de alguien que dijera: arriba,
el mar, los años, esas piedras
de los pretiles.

de "Erosión" 1968 - 1971

Sueños


LA VERDAD DE LA POESÍA

Un juguete es una trampa para soñadores. Un verdadero juguete es un objeto poético.
Hay una escultura temprana de Giacometti llamada Palacio a las 4 A.M. (1932). No consta sino de unos cuantos palitos acomodados sobre un andamiaje limpio; el título la vuelve más fantasmagórica e inolvidable. Giacometti decía que era la casa soñada, para él y la mujer que amaba.
Un niño conoce tales sueños. Sueños donde los objetos se renombran y a los cuales se inviste de vidas imaginarias. Un guijarro se convierte en ser humano. Dos palitos apoyados uno contra otro forman una casa. En ese mundo se juega a ser otro.
Eso es lo que busca Cornell, también. Cómo construir un vehículo para el ensueño, un objeto que enriquezca la imaginación del espectador y lo acompañe siempre.

Charles Simic
de "Alquimia de Tendajón, El arte de Joseph Cornell "
Trad. Elisa Ramírez

Fot. Alberto Giacometti
"Palacio a las cuatro de la mañana"

Meditación en Lagunitas


Meditación en Lagunitas

El nuevo pensamiento es todo pérdida.
En eso se parece al antiguo pensamiento.
La idea, por ejemplo, de que cada particular borra
la luminosa claridad de una idea general.
Que el pájaro carpintero cara de payaso
que escudriña el esculpido tronco muerto
de aquel abedul es, por su sola presencia,
alguna trágica caída de un mundo primigenio
de luz indivisa. O la otra noción que dice
que, como en este mundo no hay una sola cosa
que corresponda al arbusto de la zarzamora,
una palabra es la elegía de lo que significa.
De esto hablamos anoche ya tarde y en la voz
de mi amigo había un delgado hilo de pena,
un tono casi de queja. Un rato después entendí
que, al hablar así, todo se disuelve:
justicia, pino, cabello, mujer, tú y yo.
Una vez hice el amor a una mujer y recuerdo cómo,
al tomar sus pequeños hombros entre mis manos,
sentí un violento asombro ante su presencia,
una sed de sal, sed del río de mi niñez
con sus cauces insulares, tonta música del barco
del placer, charco donde atrapamos aquel pececillo
naranja y plata llamado semilla de calabaza.
Apenas si tenía que ver con ella. Anhelo, decimos,
porque el deseo está lleno de distancias infinitas.
A ella yo le daba igual seguramente.
Pero cómo recuerdo la manera en que sus manos partían el pan,
lo que su padre le dijo para herirla, lo que soñaba.
Hay momentos en que el cuerpo es tan luminoso como las palabras,
días que son la carne buena prolongándose.
Una ternura tal, aquellas tardes y noches
repitiendo zarzamora, zarzamora, zarzamora.

De "Praise"
Alabanza, 1974. 
Trad. Pura López Colomé

Desayuno al sol


MUSEO

Durante la mañana de la exhibición de Käthe Kollwitz, un hombre y una mujer jóvenes entran al restaurante del museo. Ella carga un bebé; él lleva la edición vía aérea del New York Times del domingo. Ella se sienta en una silla de mimbre de respaldo alto, meciendo al niño en sus brazos. Él llena una bandeja con fruta fresca, pancitos, y café en unas tazas blancas, y la trae a la mesa. Tiene el pelo enmarañado y ella los ojos hinchados. Parece que se hubieran hundido en el sueño emergiendo de un tirón como salen los buzos para tomar aire. Él alza al bebé. Ella toma café, echa un vistazo a la primera página, enmanteca un pan y se lo come en su rinconcito al sol. Después de un rato, alza al bebé. Él lee el suplemento de libros y come fruta. Después alza al bebé mientras ella encuentra la sección del diario que quiere y come fruta y fuma. Apenas si han intercambiado una mirada. Mientras tanto, me enamoro de ese equitativo acuerdo, y del bebé que colabora durmiendo. A su alrededor, por todas partes hay rostros que Käthe Kollwitz talló en madera: gente sin ningún talento o capacidad para sufrir que está sufriendo las más paralizantes clases de dolor: hambre, terror en el mayor desamparo. Pero esta joven pareja está leyendo el diario del domingo al sol, el bebé duerme, el verde ha comenzado a emerger de la cáscara del melón, y todo parece posible.

Robert Hass,
de "Human Wishes"
Home Movies, Z&G 2016
Traducción Liliana García Carril

La ventana


En la bibliografía de David Bellos, Georges Perec: A life in Words (un libro excelente por derecho propio), hay varios pasajes extensos que describen la vida de Perec en el Moulin d’Andé, un retiro de artistas al norte de París. En uno de ellos, Bellos menciona que Truffaut rodó allí la última escena de Jules et Jim. Si miras de cerca la casa que aparece al fondo cuando el coche se hunde en el agua, escribe, puedes ver “la ventana de la habitación donde Georges Perec viviría y escribiría durante la mayor parte de sus fines de semana a lo largo de la segunda mitad de la década de 1960”. Eso me dejó atónito. Truffaut y Perec fueron contemporáneos casi exactos. El cineasta, nacido en 1932, murió en 1984, a los cincuenta y dos años. Perec, nacido en 1936, murió en 1982, a los cuarenta y seis. Entre los dos, llegaron a vivir lo que un solo anciano. De todos los narradores franceses de esa generación, la generación de hombres y mujeres que eran niños durante la guerra, ellos dos han sido los más importantes para mí, los dos a cuya obra he vuelto una y otra vez y de quienes nunca he dejado de aprender. Me emociona saber que se cruzaron de esa manera singular y totalmente inverosímil. Seis años antes de que Perec entrara en esa habitación (donde escribió un libro sin usar la letra e), Truffaut la registró en película.
Dondequiera que se encuentren ahora, espero que estén hablando de eso.

Paul Auster
"Postales para Georges Perec"