sábado, 8 de septiembre de 2018

El poder de lo fútil


En 1879, para la segunda edición de La educación sentimental, Flaubert hizo cambios en la disposición de los puntos y aparte: nunca dividió uno en varios, pero con frecuencia los unió en párrafos más largos. Me parece percibir en ello su profunda intención estética: desteatralizar la novela; desdramatizarla (“desbalzacar”); incluir una acción, un gesto, una réplica, en un conjunto más amplio; disolverlos en el agua corriente de lo cotidiano.
Lo cotidiano. No sólo es aburrimiento, futilidad, repetición, mediocridad; también es belleza; por ejemplo, el sortilegio de las atmósferas; cada cual lo conoce a partir de su propia vida: una música que proviene del apartamento de al lado y se oye a lo lejos; el viento que hace vibrar la ventana; la voz monótona de un profesor al que una alumna con mal de amores oye sin escuchar; estas circunstancias fútiles imprimen una impronta de inimitable singularidad a un acontecimiento íntimo que, así, queda fechado y pasa a ser inolvidable.
Pero Flaubert ha ido aún más lejos en su examen de la trivialidad cotidiana. Son las once de la mañana y Emma acude a su cita en la catedral; sin decir palabra, entrega a León, su amante hasta entonces platónico, la carta en la que le anuncia que ya no quiere esos encuentros. Luego se aleja, se arrodilla y se pone a rezar; cuando se levanta, aparece un guía que les propone visitar la iglesia. Para sabotear la cita, Emma acepta, y la pareja se ve forzada a detenerse ante cuadros y figuras de santos de piedra, a alzar la cabeza hacia un fresco en el techo y a escuchar las explicaciones del guía, que Flaubert reproduce en toda su estupidez y extensión. Furioso, sin aguantarlo más, León interrumpe la visita, arrastra a Emma hasta el pórtico, llama a un carruaje y empieza la célebre escena de la que no vemos ni oímos nada, salvo, de tanto en tanto, una voz de hombre en el interior del carruaje que ordena al cochero que tome cada vez una dirección distinta para que siga el viaje y para que la sesión amorosa no acabe nunca.
Una absoluta trivialidad como la puñetera intervención del guía y su obstinada palabrería ha dado lugar a una de las más famosas escenas eróticas. En el teatro, una gran acción sólo puede nacer de otra gran acción. Sólo la novela supo descubrir el inmenso y misterioso poder de lo fútil.

Milan Kundera
El Telón. Ensayo en siete partes
Ed. Tusquets, 2005
Trad. Beatriz de Moura

Fotograma de Le Bonheur (1965) de Agnès Varda