viernes, 28 de abril de 2017

La tumba de mi madre



Un domingo, ya hacia el atardecer, fui al cementerio, que está a pocos pasos del lugar donde vivo. Justo antes había llovido y todo estaba aún húmedo: el camino, los árboles. Entré en el camposanto, donde reposan las tumbas antiguas, calladas, sagradas, y, como si se tratara de un abrazo dulce, cariñoso, casto, fui recibido por el verde más bello y lozano que había visto hasta entonces. Avancé por el camino de gravilla con pasos sigilosos. El silencio era absoluto. No se movía ni una hoja, ninguna agitación, ni el más leve temblor. Era como si todo estuviera alerta. Como si el verdor percibiera la solemnidad que lo envolvía y estuviera inmerso en una larga y profunda meditación sobre el misterio, remoto y a la vez eternamente joven, de la vida y de la muerte; así flotaba y yacía con su belleza húmeda y maravillosa. Nunca he visto nada igual. Mucho me debió de afectar el sentir que el lugar del silencio y la implacable muerte fuera tan dulce, tan verde, tan cálido. No había nadie aparte de mí. No había nada aparte del verdor y de las lápidas. Apenas me atrevía a respirar en la quietud, y tenía la impresión de que mis pasos resultaban inoportunos y groseros en medio de aquel silencio sagrado, severo y delicado. El rico verdor de una acacia colgaba con bondad risueña e infinita por encima de una tumba ante la que me acababa de detener. Era la tumba de mi madre. Todo allí parecía murmurar y balbucir, conversar y comentar. La viva imagen de los seres queridos y adorados se elevaba con su propio rostro, un rostro de expresión noble, desde la inconcebible hondura de la verde y silenciosa tumba. Permanecí allí largo tiempo. Pero sin tristeza. También tú y yo, nosotros, todos nosotros llegaremos allí alguna vez, allí donde todo enmudece, donde todo ha concluido ya, donde todo culmina y se disuelve hasta convertirse en silencio.

Robert Walser   La tumba de mi madre, 1914
En “ La eternidad de un día
Clásicos del periodismo literario alemán (1823-1934) a cargo de Francisco Uzcanga Meinecke.
Edit. Acantilado