viernes, 16 de junio de 2017

La taza


Francia, sus viajes por el mar, el perfume de las moreras en Lavilledieu, los trenes de vapor, la voz de Hèlene. Hervé Joncour continuó contando su vida como nunca en la vida lo había hecho. Aquella muchacha continuaba mirándolo con una violencia que imponía a cada una de sus palabras la obligación de sonar memorables. La habitación parecía ahora haber caído en una inmovilidad sin retorno cuando de improviso, y de forma absolutamente silenciosa, la joven sacó una mano de debajo del vestido, deslizándola sobre la estera ante ella. Hervé Joncour vio aparecer aquella mancha pálida en los límites de su campo visual, la vio rozar la taza de té de Hará Kei y después, absurdamente , continuar deslizándose hasta asir sin titubeos la otra taza, que era inexorablemente la taza en la que él había bebido, alzarla ligeramente y llevarla hacia ella. Hará Kei no había dejado ni por un instante de mirar inexpresivamente los labios de Hervé Joncour.
La muchacha levantó ligeramente la cabeza.
Por primera vez apartó los ojos de Hervé Joncour y los posó sobre la taza.
Lentamente, le dio la vuelta hasta tener sobre los labios el punto exacto en el que él había bebido.
Entrecerrando los ojos, bebió un sorbo de té.
Alejó la taza de los labios.
La deslizó hasta el lugar de donde la había cogido.
Hizo desaparecer la mano bajo el vestido.
Volvió a apoyar la cabeza en el regazo de Hará Kei.
Los ojos abiertos, fijos en los de Hervé Joncour.

Alessandro Baricco
Seda
Ed. Anagrama
Trad. Xavier González y Carlos Gimpert.

Fot. Autocrome de Etheldreda Janet Laing, 1908

La conversación y el discurso


La conversación.

Propensión del sujeto amoroso a conversar abundantemente, con una emoción contenida, con el ser amado, acerca de su amor, de él, de sí mismo, de ellos: la declaración no versa sobre la confesión de amor, sino sobre la forma, infinitamente comentada, de la relación amorosa.
(Ese otro -amado- puede ser real y presente -conversación propiamente dicha- o real pero ausente, o imaginario, en cuyo caso esa conversación es más un discurso -escrito, poema-).

El lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro. Es como si tuviera palabras a guisa de dedos, o dedos en la punta de mis palabras. Mi lenguaje tiembla de deseo. La emoción proviene de un doble contacto: por una parte, toda una actividad discursiva viene a realzar discretamente, indirectamente, un significado único, que es «yo te deseo», y lo libera, lo alimenta, lo ramifica, lo hace estallar (el lenguaje goza tocándose a sí mismo); por otra parte, envuelvo al otro en mis palabras, lo acaricio, lo mimo, converso acerca de estos mimos, me desvivo por hacer durar el comentario al que someto la relación. (Hablar amorosamente es desvivirse sin término, sin crisis; es practicar una relación sin orgasmo. Existe tal vez una forma literaria de este coitus reservatus: es el galanteo).

Se podrá decir que todo discurso que tiene por objeto al amor (sea cual fuere el sesgo destacado) implica fatalmente una alocución secreta (me dirijo a alguien que ustedes no conocen pero que está ahí al final de mis máximas). (...) En última instancia no es posible hablar de amor más que según una estricta determinación alocutoria; sea filosófico, gnómico, lírico o novelesco, hay siempre, en el discurso sobre el amor, alguien a quien nos dirigimos. Este alguien, si no está presente, es que pasó al estado de fantasma o de criatura venidera. Nadie tiene deseos de hablar del amor si no es por alguien.

Fragmentos de un discurso amoroso
Ed. Siglo XXI, 2004
Trad. Eduardo Molina

Elizabeth and me, Montparnasse Cafe, 1931