martes, 13 de marzo de 2018

Una noche extraordinaria


Extraño, increíble, no había sido nunca tan feliz. Nada podía ser suficientemente lento, nada podía durar demasiado. Ningún placer podía igualar, pensó, mientras enderezaba sillas y volvía a colocar un libro en la estantería, al de haber acabado con los triunfos de la juventud, haberse perdido en el proceso de vivir, para volver a encontrar la vida, con un sobresalto de placer, al salir el sol, al morir el día. Fueron muchas las veces que salió, en Bourton, mientras los demás hablaban, a contemplar el cielo; o que lo vio, entre los hombros de los comensales en la cena, como lo veía en Londres cuando no podía dormir. Se dirigió hacia la ventana.
Aquel cielo rural y este otro cielo sobre Westminster contenían, aunque pareciera una idea absurda, algo suyo. Apartó las cortinas y miró. 
¡Qué sorpresa! En la habitación de enfrente, ¡la anciana señora miraba directamente hacia ella! Se disponía a acostarse. Y el cielo. Había pensado que sería un cielo solemne, que sería un cielo oscuro, a punto de esconder su hermoso rostro. Pero allí estaba: de palidez cenicienta, surcado velozmente por grandes nubes que se deshilachaban. Era nuevo para ella. Debía de haberse levantado viento. En la habitación de enfrente, la anciana se disponía a acostarse. Era fascinante verla desplazarse, cruzar la habitación, acercarse a la ventana. ¿Veía a Clarissa? Era fascinante, mientras la gente aún reía y gritaba en el salón, presenciar cómo la anciana, en completo silencio, se iba a la cama. Ya bajaba la persiana. El reloj comenzó a dar la hora. El joven se había suicidado, pero no lo compadecía; con el reloj dando la hora, una, dos, tres, no lo compadecía, con todo lo que estaba sucediendo. Por fin. La anciana había apagado la luz y toda la casa quedaba a oscuras, con todo lo que estaba sucediendo, repitió, y le vinieron a la cabeza las palabras: No debes temer al ardor del sol. Tenía que volver con sus invitados, pero ¡qué noche tan extraordinaria! Por alguna razón se sentía muy parecida al joven que se había suicidado. Le alegraba que lo hubiera hecho; que hubiese rechazado la vida mientras ellos seguían viviendo. El reloj estaba dando la hora. Los círculos de plomo se disolvían en el aire. Pero tenía que volver. Reunirse. Tenía que encontrar a Sally y a Peter. Salió de la habitación. 

Virginia Woolf
La señora Dalloway
Ed. Alianza, 2012
Trad. José Luis López Muñoz

Collage Dani Sanchís
Último suspiro