jueves, 16 de noviembre de 2017

Sísifo


Recientemente, durante un domingo lluvioso de otoño, atravesé en tranvía el mercado que existe cerca de la torre de Sukharev. En una extensión de medio kilómetro, el coche dividió una multitud compacta, que volvía a cerrarse detrás de nosotros. Desde la mañana hasta la noche, estos millares de hombres, casi todos hambrientos y andrajosos, pisan el suelo fangoso, disputan, se engañan y se aborrecen. Es lo mismo que lo que ocurre en todos los mercados de Moscú y de las otras ciudades. Esos hombres pasarán sus veladas en las tabernas, y por la noche se esconderán en sus agujeros y zahúrdas. El domingo es para ellos un gran día. El lunes vuelven a empezar su existencia maldita.
Reflexionando sobre la existencia de esos hombres, pensando en el estado que dejan y en el que escogen, considerad a qué trabajos se entregan, y veréis que son unos mártires.
Todos ellos han abandonado sus campos, sus casas, sus padres y sus hermanos, y a menudo a sus mujeres y a sus hijos.
Han renunciado a todo, y han acudido a la ciudad para adquirir lo que el mundo cree necesario.
Todos hacen lo mismo, desde el obrero de la fábrica, el cochero, la costurera, la prostituta, hasta el comerciante enriquecido, el empleado, y sus mujeres, sin hablar de las docenas de miles de desdichados que todo lo han perdido, y que viven de desperdicios y de aguardiente en los asilos de noche.
Examinad esa multitud desde el pobre al rico; buscad a quien se crea satisfecho y estime poseer lo que el mundo cree necesario, y no hallaréis uno entre mil. Todos se dirigen a adquirir lo que el mundo impone, y cuya ausencia constituye para ese mismo mundo una desdicha. Pero tan pronto como han adquirido lo codiciado, el mundo presenta otra cosa más necesaria, y el trabajo de Sísifo obra eternamente.

León Tolstói
Lo que yo pienso de la guerra

Fot. La familia Tolstói en 1910

Leyendo


Las señoritas Blount, c.1900

La puerta estrecha


Lucile Bucolin era muy hermosa. Un pequeño retrato suyo que he conservado me la muestra tal como era entonces, con un aire tan juvenil que se la hubiera tomado por la hermana mayor de sus hijas, sentada de lado, en aquella postura que le era habitual: la cabeza inclinada sobre la mano izquierda, cuyo meñique se doblaba con un gesto afectado hacia los labios. Una redecilla de gruesas mallas retiene la masa de sus cabellos espesos, medio recogidos en la nuca, y en el escote, pendiendo de una cinta de terciopelo negro, un medallón de mosaico italiano. El cinturón de terciopelo negro, con gran nudo flotante, y el sombrero de paja ligera y ala muy ancha, que ella ha colgado en el respaldo de la silla, acentúan su aspecto juvenil. La mano derecha, caída, sostiene un libro cerrado.

André Gide
La puerta estrecha
Ed. Debolsillo, 2012
Trad, Blanca Torrents

Albert Watson
Nathalie, 1988