sábado, 30 de diciembre de 2017

Leyendo


París, 1938

Clea


Me volví a hundir en el sueño; cuando desperté sobresaltado, el lecho a mi lado estaba vacío y la bujía se había extinguido. Clea estaba de pie junto a la ventana; había corrido las cortinas y contemplaba desnuda y esbelta como un lirio oriental el amanecer que se derramaba sobre los derruidos techos de la ciudad árabe. Y en aquel amanecer primaveral denso de rocío, que se insinuaba en silencio de la ciudad antes aún de que la despertase el canto de los pájaros, oí la voz dulcísima del muecín ciego de la mezquita que recitaba el Ebed, una voz suspendida como un caballo en el alto aire alejandrino mecido por las hojas de las palmeras.
-Alabo la perfección de Dios, el Eterno; la perfección de Dios, el Amado, el Existente, el Singular, el Supremo; la Perfección de Dios, el Único, el Solo…
La hermosa plegaria crecía en espirales de luz, atravesaba la ciudad. Yo observaba la grave y apasionada intensidad con que Clea, de espaldas a mí, contemplaba estática y despierta el nacimiento del sol, cuyos resplandores acariciaban ya los minaretes y las palmeras. Percibí el olor cálido de su pelo en la almohada. Como aquel brebaje que la Cábala llamaba en un tiempo “La Fuente de Todo lo Existente”, me sentía poseído por el júbilo de una libertad totalmente desconocida.
-Clea- llamé en un susurro.
Pero ella no me escuchaba; entonces me dormí otra vez. Sabía que Clea habría de compartir conmigo todas las cosas, que no retendría para sí nada, ni siquiera la mirada cómplice que las mujeres reservan tan sólo a sus espejos.

Ed. Edhasa, 2008
Trad. Matilde Horne

Dib. Alexis Díaz