sábado, 17 de febrero de 2018

Leyendo


Momento


MOMENTO

Los pájaros en la ventana, las persianas
entornadas: un aire de infancia y de verano
que me consuela. ¿Tendré de verdad los años
que sé que tengo? ¿O solamente diez? ¿De qué
me ha servido la experiencia? Para vivir
satisfecho con pequeñas cosas que me causaban
inquietud un tiempo.


Little Athlete, 1966

Cartas de amor


453 Cartas de Amor

En el último cajón de mi cómoda, al fondo, encerradas con llave, hay cuatrocientas cincuenta y tres cartas de mujer. Son cartas de amor, dirigidas a mí, todas de la misma mujer, de una mujer a la que ya no amo desde hace mucho tiempo, a la que no he visto más, que no sé donde está. Son cuatrocientas cincuenta y tres cartas de amor; son todo lo que queda de un gran amor. Ese cajón lleno de cartas me turba. Yo no soy un sentimental. Soy muy frío: más observador que apasionado. De esas cartas, cenizas de un fuego, he hecho un estudio. Todo puede ser objeto científico.

Quiero librarme de ellas de esta manera. Si las destruyera permanecerían allí como un vano lamento de mi corazón vacío. Ante todo he empezado numerándolas una a una. Son cuatrocientos cincuenta y tres, ni una más, ni una menos, de eso estoy seguro. Las he puesto por orden cronológico: van de 1903 a 1906. Las he atado en paquetes, mes por mes: enero 1903, cuatro; febrero 1903, diez; marzo 1903, treinta y dos, y así sucesivamente. Crecen, crecen; a medida que pasan los meses, los paquetes son cada vez mayores. El máximo es el del mes de junio de 1904: cincuenta y siete cartas. Pero con 1905 los paquetes adelgazan y llegamos al mes de octubre de 1906: una sola, la última, ¡si Dios quiere! Las he pesado también (porque las cartas más espirituales y líricas tienen, según los empleados de correos, su peso), las he pesado cuidadosamente unas cuantas a la vez; son en total 6740 gramos; más de seis kilos y medio, casi siete kilos. Es un peso discreto para un amor, y si tuviera que llevarlo en un saco todo junto, no haría mucho bulto. He contado, también, una a una, las páginas.

El número de las páginas es espantoso: las mujeres escriben con una facilidad de la que no tenemos idea. Para ellas, las palabras, tanto habladas como escritas, no son monedas sagradas, sino céntimos que se pueden gastar a todas horas con la más byroniana prodigalidad. Es verdad que esta mujer tenía una escritura muy grande y dejaba mucho espacio entre líneas, pero, a pesar de todo, no puedo convencerme que en sólo cuatrocientos cincuenta y tres cartas haya podido escribir tres mil doscientas noventa páginas. Ninguna carta tiene menos de cuatro páginas y hay bastantes de ocho, de diez , de doce, e incluso de dieciséis. Las cuentas salen, pero el asombro sigue siendo grande igualmente. Pienso que si hubiera tenido que escribir todas esas páginas seguidas -esas tres mil doscientas noventa páginas-, aunque hubiera podido escribir diez por hora, habría invertido trescientas veintidós horas, es decir, trece días y trece noches seguidas, sin descansar nunca. Creo que su amor, aunque es grandísimo, no hubiese resistido semejante prueba. No he tenido la paciencia, ni el tiempo, de contar las palabras y sílabas, pero mis investigaciones no se han detenido aquí. He observado, por ejemplo, con cierto interés, que los tipos de papel y de los sobres son cuatro. Algunas cartas están en papel hecho a mano, gordo y pesado, de color amarillo marfil viejo; otras, en papel pergamino, con sobres largos y bajos; otras, en feísimo papel comercial blanco, pobre y filamentoso. Pero la mayoría está en un papel ligero, a la inglesa, encerradas en aquellos sobres azul oscuro impresos por dentro con trazos grises y negros para que no se puedan leer las palabras desde afuera. Tampoco he olvidado el lado cómico de mi epistolario. Todo ese papel ha sido fabricado, vendido al por mayor y luego revendido al detalle. Según mis cálculos, que creo bastante exactos, porque también yo he probado varios tipos de papel de cartas, considero que el costo total del papel asciende a unas diecinueve liras y algunos céntimos. No es una suma despreciable para quién no sea muy rico. Con diecinueve liras se pueden hacer muchas cosas, sin comprar papel de cartas. Entran, por lo menos, cinco novelas francesas de tres cincuenta cada una. Pero el gasto de papel es lo de menos. Cada una de estas cartas tiene un sello.

De estas cuatrocientas cincuenta y tres cartas, hay ciento doce que vienen de ciudades lejanas y trescientas cuarenta y una que vienen de la misma ciudad donde vivo yo. Se trata, pues, de ciento doce sellos de quince céntimos, que equivalen a dieciséis liras con ochenta céntimos, y de trescientos cuarenta y un sellos de un céntimo, que importan diecisiete liras con cinco céntimos. Sumándolo todo, papel y sellos, se ve que el gasto obtenido por aquella pobre mujer enamorada es de unas cincuenta y dos liras. Pero ¿dónde dejamos la tinta? Para escribir tres mil doscientas noventa páginas se necesitan, por lo menos, cuatro botellas de tinta. Pongamos que cada botella valga solamente sesenta céntimos, y el gasto total asciende a casi cincuenta y cinco liras. Yo creo, en efecto, que el gasto vivo, en dinero, de este amor ha sido, para mi corresponsal, un poco superior a las cincuenta y cinco liras, y juraría que no puede haber llegado a sesenta. Su valor actual es indudablemente bastante menos, casi nulo. El papel escrito no es muy buscado y hay quien lo paga apenas a dos céntimos el kilo. De todo el episodio yo no sacaría más de sesenta y cinco céntimos como máximo. Está claro que no vale la pena desprenderse de un recuerdo tan poético por tan poco. Sin embargo, hay algo más -tanto para un historiador como para un poeta- en estas cartas de lo que había cuando eran simples cajas de papeles en la tienda del papelero. Hay todas las palabras escritas, hay toda la pasión de tres años, hay una cantidad enorme de imágenes, de adjetivos y de besos: hay, en suma, para abreviar, un poco de la vida profunda de un hombre y de una mujer. ¡Y todo eso ya no vale nada! Siento que soy inmensamente idiota con todos estos cálculos y esas reflexiones.

Yo estoy hecho así. No soy un sentimental. Soy un observador de las cosas. Cuando veo un muerto, pienso en cuánto habrán gastado los parientes en todas aquellas medicinas que no lo han podido salvar, y cuando una madre llora, busco adivinar cuantos decilitros de lágrimas verterá en una jornada, comprendida la noche. ¿Qué quieren? Yo estoy hecho así: no soy un sentimental. Y estas cuatrocientas cincuenta y tres cartas de amor, encerradas con llave en el último cajón de mi cómoda, me fastidian un poco. No quisiera tenerlas y no quisiera quemarlas. Y he hecho todo lo que he podido para sacármelas del alma. Lo he contado y calculado todo y, sin embargo, hay algo en el fondo de mi corazón que muge y gime y no está satisfecho. Pero no hago caso. Yo no soy un sentimental.

Giovanni Papini
453 Cartas de Amor

Fot. Duane Michals

Siguieron algunos de los días más extraños



Siguieron algunos de los días más extraños que guardo en mi memoria. Hartley se negaba a bajar. Permanecía escondida en su habitación, como un animal enfermo. Yo cerraba su puerta con llave, temeroso de que saliera y tratara de ahogarse, y no le dejaba velas ni cerillas por si intentaba quemarse. En todo momento, temía por su seguridad y su bienestar, y sin embargo no me atrevía a permanecer con ella todo el tiempo, ni casi a permanecer siquiera; es más, apenas si sabía cómo estar con ella. La dejaba sola por la noche, y las noches eran largas, porque ella se acostaba temprano y se dormía enseguida (yo la oía roncar). Pasaba mucho tiempo durmiendo, tanto por la noche como durante la tarde. Para ella, ese olvido por lo menos era un amigo bien dispuesto. Entretanto, yo vigilaba y esperaba, calculando de acuerdo con alguna teoría imposible de enunciar cuáles eran los intervalos adecuados para hacer mis apariciones. La acompañaba en silencio hasta el cuarto de baño. Pasaba largas horas de vigilia sentado en el corredor. Puse algunos almohadones en el cuartito vacío, allí donde había soñado que había una puerta secreta por donde aparecería Mrs. Chorney para reclamar posesión de su casa y me senté sobre los cojines a vigilar la puerta de la habitación de Hartley y a escuchar. A veces, mientras ella roncaba yo dormitaba.
Naturalmente con frecuencia me sentaba con Hartley en la habitación, a hablar con ella o a intentarlo, o bien en silencio. Me arrodillaba a su lado, tocándole las manos y el pelo, acariciándola como se acaricia a un pajarillo. Tenía las piernas y los pies desnudos, pero insistía en ponerse mi bata sobre el vestido. Sin embargo, con pequeños contactos me familiaricé subrepticiamente con su cuerpo: con su peso y con su masa, con los magníficos pechos rotundos, los hombros regordetes, los muslos; y gustosamente, me habría acostado con ella, pero se resistía, con la más tenue de las señales, a mis mínimos esfuerzos por desvestirla. Se quejaba de no tener maquillaje, y envié a Gilbert a la aldea a comprar lo que necesitaba; entonces, delante de mí, se arregló la cara. Esa pequeña concesión a la vanidad me pareció un auspicio portentoso. Pero seguí con miedo, de ella y por ella. Mi silenciosa negativa implacable a dejarla ir ya era suficiente violencia. Temí que cualquier otra presión pudiera producir algún frenesí de hostilidad o un retraimiento más extremo aún, que me volviera tan loco como ella estaba; pues por momentos pensé que estaba loca. Así coexistíamos en una especie de delirante tolerancia mutua, misteriosa y precaria. A intervalos, Hartley repetía que quería irse a casa, pero aceptaba pasivamente mis firmes negativas, y eso me daba ánimos. Naturalmente, a cada hora que pasaba, su miedo de volver debía de ir en aumento, y ese mismo hecho me daba esperanzas. ¿Llegaría un momento en que la magnitud de su miedo la hiciera automáticamente mía?
En realidad, aunque de trivialidades y a intervalos irregulares, lográbamos conversar. Cuando yo intentaba recordarle viejos tiempos, no siempre me dejaba sin respuesta; y por momentos, yo sentía que con mi «tratamiento», basado en la intensidad de mi amor y mi compasión por ella, iba progresando un poco. Una vez, de forma totalmente inesperada, me preguntó qué había pasado con la tía Estelle. No pude recordar haberle hablado de la tía Estelle, hasta tal punto había hecho de la familia de mi tío un tema tabú.

Iris Murdoch
El mar, el mar
Ed. Debolsillo, 2017
Trad. Marta Isabel Gustavino

Fot. Elsbeth Jay Juda