domingo, 28 de mayo de 2017

Lectura


Pasábamos la tarde así, olvidándonos. Nos tumbábamos en el salón, en el suelo, desnudos sobre las baldosas heladas y dejábamos la ventana abierta, para que el viento cálido agitara lentamente las cortinas. Nos tumbábamos de cualquier forma, paralelos o perpendiculares, uno junto al otro o muy alejados, dependiendo de que nuestras lecturas respectivas despertasen en nosotros deseos de unión o de soledad. Desnudos como lombrices, tumbados cuan largos éramos, sujetando el libro con los brazos, esas hojas de papel en el extremo de nuestros cuerpos eran nuestra única vestidura, materia seca y neutra sobre nuestras pieles húmedas y carnales. No hablábamos. No había más ruido que el frufrú de las cortinas, el ruido de pasar las páginas, una bocina también, a lo lejos una bocina, el rugido de un motor y un grito de mujer, los tres sonidos que forman la banda de sonido de Hanói. A veces Laura paraba de leer, se estiraba, vibrante, suspiraba de satisfacción y cambiaba de postura. Se daba la vuelta, como una sardina a la plancha, o realizaba una rotación con el bajo vientre clavado al suelo y la cabeza y las piernas girando. Yo llamaba a eso una rotación de cocodrilo. Inconscientemente, sus cambios de posición me forzaban a girar a mí también de alguna forma, no porque me situase en función de ella, sino porque la nueva disposición de su cuerpo parecía definir una nueva geometría del espacio, a la que mi cuerpo se debía adaptar, en una especie de inconsciencia artística.
A veces hablábamos, pero solo de lo que leíamos y estas palabras se depositaban sobre la superficie de nuestras lecturas, sin alterarlas, sin cortarlas.

Line Papin
El despertar
Ed. Alianza, 2017
Trad. Alicia Martorell