sábado, 17 de febrero de 2018

Siguieron algunos de los días más extraños



Siguieron algunos de los días más extraños que guardo en mi memoria. Hartley se negaba a bajar. Permanecía escondida en su habitación, como un animal enfermo. Yo cerraba su puerta con llave, temeroso de que saliera y tratara de ahogarse, y no le dejaba velas ni cerillas por si intentaba quemarse. En todo momento, temía por su seguridad y su bienestar, y sin embargo no me atrevía a permanecer con ella todo el tiempo, ni casi a permanecer siquiera; es más, apenas si sabía cómo estar con ella. La dejaba sola por la noche, y las noches eran largas, porque ella se acostaba temprano y se dormía enseguida (yo la oía roncar). Pasaba mucho tiempo durmiendo, tanto por la noche como durante la tarde. Para ella, ese olvido por lo menos era un amigo bien dispuesto. Entretanto, yo vigilaba y esperaba, calculando de acuerdo con alguna teoría imposible de enunciar cuáles eran los intervalos adecuados para hacer mis apariciones. La acompañaba en silencio hasta el cuarto de baño. Pasaba largas horas de vigilia sentado en el corredor. Puse algunos almohadones en el cuartito vacío, allí donde había soñado que había una puerta secreta por donde aparecería Mrs. Chorney para reclamar posesión de su casa y me senté sobre los cojines a vigilar la puerta de la habitación de Hartley y a escuchar. A veces, mientras ella roncaba yo dormitaba.
Naturalmente con frecuencia me sentaba con Hartley en la habitación, a hablar con ella o a intentarlo, o bien en silencio. Me arrodillaba a su lado, tocándole las manos y el pelo, acariciándola como se acaricia a un pajarillo. Tenía las piernas y los pies desnudos, pero insistía en ponerse mi bata sobre el vestido. Sin embargo, con pequeños contactos me familiaricé subrepticiamente con su cuerpo: con su peso y con su masa, con los magníficos pechos rotundos, los hombros regordetes, los muslos; y gustosamente, me habría acostado con ella, pero se resistía, con la más tenue de las señales, a mis mínimos esfuerzos por desvestirla. Se quejaba de no tener maquillaje, y envié a Gilbert a la aldea a comprar lo que necesitaba; entonces, delante de mí, se arregló la cara. Esa pequeña concesión a la vanidad me pareció un auspicio portentoso. Pero seguí con miedo, de ella y por ella. Mi silenciosa negativa implacable a dejarla ir ya era suficiente violencia. Temí que cualquier otra presión pudiera producir algún frenesí de hostilidad o un retraimiento más extremo aún, que me volviera tan loco como ella estaba; pues por momentos pensé que estaba loca. Así coexistíamos en una especie de delirante tolerancia mutua, misteriosa y precaria. A intervalos, Hartley repetía que quería irse a casa, pero aceptaba pasivamente mis firmes negativas, y eso me daba ánimos. Naturalmente, a cada hora que pasaba, su miedo de volver debía de ir en aumento, y ese mismo hecho me daba esperanzas. ¿Llegaría un momento en que la magnitud de su miedo la hiciera automáticamente mía?
En realidad, aunque de trivialidades y a intervalos irregulares, lográbamos conversar. Cuando yo intentaba recordarle viejos tiempos, no siempre me dejaba sin respuesta; y por momentos, yo sentía que con mi «tratamiento», basado en la intensidad de mi amor y mi compasión por ella, iba progresando un poco. Una vez, de forma totalmente inesperada, me preguntó qué había pasado con la tía Estelle. No pude recordar haberle hablado de la tía Estelle, hasta tal punto había hecho de la familia de mi tío un tema tabú.

Iris Murdoch
El mar, el mar
Ed. Debolsillo, 2017
Trad. Marta Isabel Gustavino

Fot. Elsbeth Jay Juda