viernes, 5 de agosto de 2016

La caravana


Adela vino a mi encuentro desde las brumosas profundidades del jardín, envuelta en una prenda de lana, en cuyo borde finamente rizado se formaban en torno a ella millones de diminutas gotas de agua, de una especie de resplandor plateado. En el brazo derecho llevaba un gran ramo de crisantemos de color herrumbre y, cuando sin decir palabra, habíamos atravesado el patio y estábamos en el umbral, levantó la mano libre y me apartó el cabello de la frente, como si, con aquel gesto, supiera que tenía el don de ser recordada. Sí, todavía veo a Adela, dijo Austerlitz; tan bella como era entonces ha seguido siendo para mí, inalterada. No pocas veces, al final de los largos días verano, jugábamos juntos al bádminton en la sala de baile, desde la guerra vacía, de Andromeda Lodge, mientras Gerald se ocupaba de sus palomas para la noche. Golpe a golpe volaba de un lado a otro el emplumado proyectil. La trayectoria que seguía y durante la cual giraba sobre sí mismo, sin que supiera cómo, era como una cinta blanca tendida en la hora del atardecer, y Adela flotaba en el aire, lo hubiera podido jurar, mucho más tiempo del que la fuerza de la gravedad permitía, a unos pasos del parqué. Después del bádminton, nos quedábamos casi siempre un rato aún en la sala, mirando, hasta que se extinguían, las imágenes que arrojaban los últimos rayos de sol, al atravesar horizontalmente las ramas en movimiento de un espino albar, sobre la pared que había frente a las altas ventanas ojivales. Aquellos escasos dibujos que, en continúa sucesión, aparecían en la superficie iluminada, tenían algo de fugaz, de evanescente, que por decirlo así nunca sobrepasaba el momento de su aparición, y sin embargo allí, en aquel entrelazamiento de sol y sombra que continuamente se renovaba, podían verse paisajes de montaña con glaciares y campos de hielo, mesetas, estepas, desiertos, campos de flores, islas marinas, arrecifes de coral, archipiélagos y atolones, bosques doblados por la tormenta, hierba tembladera y humo a la deriva. Y una vez, todavía lo recuerdo, Adela me preguntó, inclinándose hacia mí: ¿ves las copas de las palmeras y ves la caravana que atraviesa las dunas?

Ed. Anagrama 2002
Trad. Miguel Sáenz