martes, 30 de mayo de 2017

Escribir


La mejor es la única buena

Pensándolo bien, no soy un escritor, porque lo que hago no es escribir, es oír más intensamente. Me siento y espero hasta que las voces comiencen. Andan a mi alrededor, más fuertes, más tenues, más distantes, más próximas, hablando sin sonido y no obstante diciendo, diciendo.

El problema es elegir cuál de ellas es la verdadera, porque todas las demás mienten. A veces lleva semanas, lleva meses entenderla. Casi nunca se trata de la más nítida. Casi nunca, no: nunca se trata de la más nítida, ni de la más seductora, ni de la más inteligente. En general se apaga, recomienza, vuelve a apagarse, se distrae de mí y yo de ella, intento encontrarla entre las restantes, no lo consigo, lo consigo, no lo consigo, recomienzo, la descubro a lo lejos, creo descubrir

-Es ésta

me desilusiono

-No es ésta

pues lo que cuenta no tiene sentido y no obstante existe algo en el sinsentido que me persigue, la atraigo hacia mí o me empujo hacia ella, no la atraigo hacia mí, me empujo hacia ella, comienzo a probarla despacito, una palabra dispersa, una segunda palabra al azar, una frase entera, las voces que quedan se empeñan en desviarme

-¿Qué interés hay en eso?

-¿A qué te lleva ese discurso?

-Estás equivocado

me entregan personajes, episodios, historias y yo no quiero saber nada de personajes, episodios, historias, eso es para quien hace novelas y yo me cago en las novelas, quiero un hilo que me conduzca al centro de la vida y traer a la superficie todo lo que existe ahí dentro, quiero el corazón del mundo, no quiero entretener a los que las compran, no quiero divertirlos, no quiero divertirme, quiero lo que reside en el interior de lo interior, donde están las personas y nosotros con ellas, transformar en letras lo que no tiene letra alguna, quiero seguir un pasito leve en un corredor que no sé dónde queda, no exactamente un pasito, el eco de un pasito que ha de volverse pasito si continúo con él, que ha de ganar carne y ojos y llevarme consigo, quiero respirar con él, quiero que nos quedemos juntos, quiero que el pasito sea mi pasito y el corredor mi corredor, que la carne y los ojos se conviertan en mi carne y en mis ojos, quiero ese libro que aún no ha comenzado, pero que a fuerza de obstinación y orgullo y paciencia se volverá mío, sin escribirlos, claro, ya no caigo en esa trampa, dejándolo salir como el agua que se derrama y encuentra su curso en las junturas de las tablas del suelo y no es mi libro, dado que no me pertenece ningún libro con mi nombre, los libros deberían llevar el nombre del lector, no del autor, en la cubierta, es el lector quien le da sentido a medida que lee, es al lector a quien le pertenece la voz, y no sólo la voz, la carne y los ojos y el corredor y el paso, y el lector está solo y es inmenso, el lector contiene en sí el mundo entero desde el principio del mundo, y su pasado y su presente y su futuro, y se escucha a sí mismo y siente el peso de cada víscera, de cada célula, de cada íntimo rumor, el lector no para de crecer y ya no necesita ni el libro ni a mí, y al acabar el libro comienza, y al guardar el libro en el estante el libro continúa y el lector continúa con él, cada célula se divide en millares de células y el lector es muchos, y el lector deja de leer porque no está leyendo, aunque piense que está leyendo no está leyendo nada en absoluto, tiene todas las edades al mismo tiempo y todos los tiempos de su vida aunque el libro esté cerrado en algún rincón de la casa y el lector no lo necesite para continuar con él y ahora me vienen a la cabeza las semillitas sin peso que en el verano de cuando éramos pequeños entraban volando por la ventana, volvían a salir, desaparecían y, aun desaparecidas, seguían con nosotros llevando de la mano recuerdos y esperanzas y alguien que cantaba

(¿qué mujer?)

junto al lavadero una melodía

(a veces ni una melodía siquiera: dos o tres notas solamente)

que son las únicas que oiremos cuando caiga la noche y las sombras que nos rodean piensen

(más que pensar: tengan la certidumbre, ellas y el médico y el señor de los ataúdes)

de que no oímos nada.