viernes, 11 de agosto de 2017

La lengua salvada


Pero en realidad ella vivía pensando en la noche, cuando nosotros estábamos en cama y por fin podía leer. Era la época de sus grandes lecturas de Strindberg. Yo permanecía despierto en la cama viendo la luz del cuarto de estar por la rendija de la puerta. Allí estaba de rodillas en su silla, con los codos sobre la mesa, la cabeza apoyada en el puño derecho, teniendo delante los volúmenes de Strindberg. Cada cumpleaños, cada Navidad, se añadía un nuevo volumen, era lo que nos pedía que le regaláramos. Lo más excitante para mí era que no me estaba permitido leerlos. Nunca intenté echarle un vistazo a ninguno de ellos, me gustaba esa prohibición, aquellos volúmenes amarillos inspiraban una fascinación que solo me explico por dicha prohibición, y nada me hacía más feliz que entregarle a mi madre un nuevo volumen del que yo solo conocía el título. Cuando habíamos cenado y la mesa ya estaba recogida, cuando los pequeños ya estaban en la cama, yo le llevaba los volúmenes amarillos a la mesa y se los apilaba en el lugar acostumbrado. Aún hablábamos un momento, yo notaba su impaciencia, como tenía allí delante el montón de libros la comprendía y sin molestarla me iba tranquilo a la cama. Cerraba detrás de mí la puerta del cuarto de estar, y mientras me desnudaba la oía aún ir y venir un rato. Me echaba en cama y prestaba atención al ruido de la silla cuando ella se encaramaba, sentía como cogía luego un volumen, y cuando estaba seguro de que lo había abierto volvía la mirada hacia la rendija de luz de la puerta. Entonces sabía que ella no se levantaría por nada del mundo, encendía mi pequeña linterna de bolsillo y me ponía a leer mi propio libro debajo de la manta. Este era mi secreto, del que nadie debía saber nada, y equivalía al secreto de sus libros.

Elias Canetti
La lengua salvada
Ed. Debolsillo, 2005
Trad. Genoveva Dieterich