jueves, 23 de noviembre de 2017

Vi a mi esposa


Saliendo de la peluquería vi a mi esposa, al otro lado de la calle, arrastrando su carrito de la compra. Parecía más cansada y frágil que en mi recuerdo. O quizá estaba regresando al modo de ver de los jóvenes, en el que los viejos son como una raza en la que todos parecen iguales. Posiblemente necesitaba traer a la memoria que la edad en sí misma no era una enfermedad.

Recordé haber hablado con ella la semana anterior, en la cama, semidormido, con un ojo abierto. Veía solo parte de su garganta, su cuello y hombro, y había observado su piel pensando que nunca había visto algo más importante ni más hermoso.

Ella echó un vistazo a través de la calle. Yo me congelé. Por supuesto, sus ojos pasaron por mí sin reconocerme. Siguió su camino.

Siendo, en cierto sentido, invisible, y, por tanto, omnisciente, podía espiar a los que había querido, o incluso utilizarlos y burlarme de ellos. Me había condenado a una soledad desagradable. Aún así, seis meses eran una porción pequeña de mi vida. ¿Cuál sería el propósito de mi nueva juventud? Había llevado una vida interior inquieta e innecesariamente dolorosa, pero, a diferencia de Ralph, no me sentía insatisfecho ni había deseado ser violinista, audaz explorador, o aprender a bailar el tango. Había tenido proyectos en abundancia

Hanif Kureishi
El cuerpo
Anagrama, 2006
Trad. Roberto Frías

Fot. Miroslav Tichý