lunes, 10 de diciembre de 2018

Impermanencia


Cerca de mi atalaya encuentro un lugar para meditar resguardado del viento; una depresión de la cresta donde la nieve se ha derretido. El aire frío de la montaña me aclara enseguida la mente y me siento mejor. Viento, hierbas estremecidas, sol: la hierba moribunda, el canto en las montañas de los pájaros que vuelan hacia el sur no son menos pasajeros que la roca misma; ni más ni menos, todo es igual. La montaña se encierra en su inmovilidad, mi cuerpo se disuelve en la luz del sol y caen por mis mejillas lágrimas que nada tienen que ver con el "yo". Ignoro qué es lo que las hace brotar.
En otras ocasiones entiendo las montañas de manera diferente, viendo en ellas su calidad de aguante, de resistencia. Incluso al acercarme respetuosamente (desafiar las cumbres como hacen los montañeros es otra cuestión), me asombran con su "permanencia", con esa tremenda e irrefutable "roquedad" que parece intensificar mi sentimiento de transitoriedad. Quizá ese miedo a la impermanencia explica el ansia con que consumimos los pocos bocados de experiencia pura, en carne viva, que nos ofrece la vida moderna, por qué la violencia es libidinosa, por qué la lujuria nos devora, por qué los soldados eligen no olvidar sus días de horror: nos aferramos a esos momentos extremos en los que parece que morimos y en los que, al contrario, renacemos. En el abandono sexual, al igual que en el peligro, nos vemos empujados, por muy brevemente que sea, a ese presente vital en el que no permanecemos al margen de la vida, sino que "somos" vida, nuestro ser nos llena; en el éxtasis con otro ser, la soledad desaparece en la eternidad. Pero en otro tiempo esa unión se conseguía por medio del simple asombro.

Peter Matthiessen
El leopardo de las nieves
Editorial Siruela, 2008
Trad. José Luis López Muñoz

Foto del iceberg al que se atribuye el hundimiento del Titanic